9 de agosto de 2011




Formas de volver a casa

Alejandro Zambra

Barcelona, Buenos Aires, Anagrama, 2011



Las novelas del chileno Alejandro Zambra (1975) cumplen con los requisitos que los críticos señalan para la novela posmoderna. Formas de volver a casa, que acaba de aparecer, es autorreferencial: empieza con una parte titulada “Personajes secundarios” y en la segunda parte, “Literatura de los padres”, el narrador-autor-personaje reescribe lo anterior con deliberada confusión entre ficción y proceso narrativo. La novela está dividida en cuatro partes, la primera y la tercera en el nivel de la ficción y la segunda y la cuarta se presentan como el diario del narrador-autor-personaje (p. 162), aunque sutilmente los niveles se confunden. Así, en la tercera parte, titulada “La literatura de los hijos”, el narrador dice “Me gustaría que alguien más escribiera este libro (…) Pero me toca a mí y aquí estoy. Y aquí me voy a quedar” (p. 94)

Un tema de la novela es la relación de los hijos con los padres, tanto en la niñez como en la edad adulta, si es que puede hablarse de edad adulta cuando no se han superado las obsesiones de la infancia. Porque todo es metáfora de cómo reaccionó la gente con la dictadura y tras la dictadura y de cómo estas circunstancias afectaron a los que entonces eran niños. La figura del padre, repudiado, se duplica en la sombra siniestra de Pinochet: el niño de la primera parte lo odia porque le interrumpe los programas de televisión y “tiempo después lo odié por hijo de puta, por asesino” (p. 21).

La dictadura, la represión, el sufrimiento, el exilio, están siempre presentes de una u otra manera. “Volvemos a casa y es como si regresáramos de una guerra, pero de una guerra que no ha terminado. Pienso que nos hemos convertido en desertores. Pienso que nos hemos convertido en corresponsales, en turistas” (p. 137). La frustración, la culpa, acosan a los dos narradores y afectan tanto al fondo como a la forma de la novela. Esta transcurre entre dos catástrofes objetivas: los terremotos de 1985 y de 2010, y dos catástrofes subjetivas: entre el golpe de Pinochet contra el gobierno de Allende (1973) y la elección de Piñera. Esta última puede verse, si seguimos la metáfora del terremoto, como una réplica inevitable de Pinochet, dado el fracaso de los gobiernos de la Concertación.

La impotencia, el fracaso, afectan fondo y forma, a la dupla escribir/no escribir, a “este oficio extraño, humilde y altivo, necesario e insuficiente: pasarse la vida mirando, escribiendo”  (p. 164). Por momentos, y en los párrafos finales, la novela decanta hacia el  absurdo, el sinsentido infantil.

Hacia el final del libro se cita el ensayo de Junichiro Tanizaki, El elogio de la sombra, en el que el autor manifiesta lo que parece guiar a Alejandro Zambra: “Me gustaría ampliar el alero de ese edificio llamado “literatura”, oscurecer sus paredes, hundir en la sombra lo que resulta demasiado visible y despojar su interior de cualquier adorno superfluo”. La prosa es clara, concisa, despojada, sin adornos, pero a la vez se oscurecen los límites de la ficción y se amplían los límites de la narrativa.

Leda Schiavo

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