4 de noviembre de 2013

Viennale 2013, 1a. nota

Siempre hay lugar para el asombro, para el placer

Una vez más, Viena me recibe con su Festival. Con una programación siempre elegida con exquisito gusto y diversa en su propuesta. Festival largo, imposible de abarcar en su totalidad, a la hora de ver me esmero en la elección de películas.

Así, llegada en el 9º día de su desarrollo (dura 13 días) elegí empezar con un título fuerte: Stray Dogs, de Tsai Ming-liang. Nuevamente incursiona en la soledad y la incomunicación, con su estrella fetiche Lee Khan-sheng quien una vez más protagoniza un film del inefable Tsai, en un rol nunca probado antes: es un padre que transita los márgenes de Taipei, junto a sus dos hijos pequeños. En su último film, Tsai lleva el plano largo y en silencio hasta el paroxismo, tensa la cuerda hasta extremos casi inconcebibles. El film no ancla en el realismo, sino en el simbolismo. El padre hace propaganda callejera de departamentos, cuando todos viven refugiados, okupando un espacio inhóspito abandonado. En varios ¿flashbacks?, la casa donde vivían tiene sus paredes oscurecidas y llagadas: la casa llora, dice la madre, como un cuerpo. El hombre suele buscar refugio en los descampados que hay en medio de la ciudad, y siempre regresa al agua, como una vuelta a la naturaleza. No hay explicaciones sobre ese personaje ambiguo, ni sobre las mujeres que se ven involucradas en la historia. Tsai prefiere lo visual a lo verbal, y lo demuestra en algunos planos magistrales: el más notable, el anteúltimo, de más de 10 minutos, en que él y su esposa practican una suerte de despedida, en un plano inundado por la muerte. No es menos impresionante otro en que, mientras sostiene su cartel en la calle y bajo la lluvia y el viento (siempre la lluvia, en el cine de Tsai), expresa su dolor en una canción elegíaca igualmente tanática. Film meditativo, contemplativo, con algunos momentos que provocan la incomodidad y angustia, resulta devastador.

Puedo conectar esa película con otra que, si bien diferente, también se vale del largo plano secuencia y el silencio como vías expresivas: Salvo, opera prima de los italianos Favio Grassadonia y Antonio Piazza. El film comienza como una historia de mafia siciliana, una suerte de samurai de una banda debe vengar un atentado, y en la casa de su oponente encuentra a su hermana, una chica ciega. Casi sin quererlo, casi sin saber lo que hacen, esos dos personajes se ven unidos íntimamente por un destino trágico. En su primera parte, una escena extraordinaria me ganó para el resto: el mafioso entra en la casa de su víctima y allí está la joven ciega, quien con su agudo oído percibe su presencia. En absoluto silencio y en una sola toma,  y en base al planos secuencia, a imágenes en espejos, a cámara en mano, el hombre entra, sube escaleras, las baja, la chica reacciona, tiene miedo, él duda, y se logra un clima de suspenso asombroso. La fuerza del sonido fuera de campo también es relevante en todo el film. Casi sin diálogos, sin música adicional, con una actriz extraordinaria, la también debutante Sara Serraiocco –y pese a que decae en la segunda mitad-, me reconcilió con el nuevo cine italiano.

En el otro extremo, lejos del minimalismo y con diálogos permanentes, se colocan dos films franceses. Mes scéances de lutte, de Jacques Doillon, constituye un duelo verbal y físico entre una joven que atraviesa el duelo por la muerte del padre y un hombre que cuida una casa de vacaciones, quienes tienen una historia de seducción nunca consumada. Sublimando el intercambio sexual, siempre negado, cada encuentro atraviesa diálogos punzantes y la lucha cuerpo a cuerpo, en cada encuentro más violenta. Muy cercana a Rohmer, pero más vitalista, la película es un tour de force para los actores Sara Forestier y James Thiérrée que ejecutan un verdadero ballet, tan sensual como violento.


El otro film es Le passé, del iraní Asghar Farhadi. Después de La separación, vuelve a incursionar en el melodrama familiar, que gira alrededor de una madre de dos hijos (la franco-argentina Bérenice Bejo, ganadora en el último Festival de Cannes por este rol) y sucesivas parejas: su ex (Ali Mossafa), quien regresa de Thehran para el divorcio, y su actual, con un pequeño hijo rebelde, y todos conviven juntos por unos días. El ex opera ante las hijas de una relación anterior como una figura paterna, y como tal intentará reconstituir la relación de la madre con su hija mayor, adolescente y esquiva. Ese ejemplo de "nueva familia" actúa como una red que vincula a todos inexorablemente. El pasado de cada uno de ellos sigue actuando en el presente, todos deben vivir las consecuencias de las acciones pasadas, algunas muy graves. La situación se va complicando progresivamente al punto que resulta difícil predecir hacia dónde seguirá la acción. Cargando las tintas, el film se acerca a un culebrón, pero constituye un drama muy bien narrado con extrema sensibilidad y simpatía por todos sus personajes.

Por el lado de los (numerosos) documentales, pude ver L´image manquante, de Rithy Panh, cuya obra sigo desde hace años. La imagen que falta es la de su infancia en Camboya, antes del advenimiento del Khmer Rouge en 1975. A la búsqueda del paraíso perdido, y para historiar la evolución de  la cruel dictadura en su país, Panh monta instalaciones valiéndose de pequeñas figuras de arcilla pintada, representando a todo su pueblo, y de imágenes documentales de archivo. Con ellos describe la reducción de todo un pueblo, su reeducación y sometimiento mediante exterminios masivos, incluidos varios miembros de su familia, de manera semejante a otros gobiernos totalitarios. Con su voz over y recitativa, el film está atravesado por la subjetividad del director: por sus recuerdos personales, por su valoración del cine como fuerza cultural. Tal vez no posea la potencia de sus obras anteriores por estar teñido de individualismo, pero precisamente ese es uno de los valores que desea rescatar de la canibalización llevada a cabo por el régimen opresor.

Arte en Viena

Matisse por Derain, 1905
Ya es un clásico que mi cobertura de la Viennale esté acompañada por la referencia a las muestras que pueden verse simultáneamente en el Albertina, mi museo favorito entre los muchos de esta ciudad. En esta oportunidad, se trata de Matisse y los fauvistas, una extraordinaria, completísima muestra que abarca no sólo casi un centenar de obras de Paul Matisse -paisajes, interiores, naturalezas muertas, retratos, sus agitadas esculturas- sino que también se exponen obras de sus compañeros de escuela. Así, pude apreciar la luminosidad de la pintura de Henri Manguin, cuya obra conocía poco, cuadros de Robert Delaunay, la energía y vitalismo de Maurice de Vlaminck. Nunca Londres lució tan luminosa como en los óleos de André Derain. En el otro polo se colocan los retratos tenebrosos de Georges Rouault.
También en el Albertina, por el lado de los contemporáneos, tuve la fortuna de ver dos maravillosos trabajos de Anselm Kiefer, uno de mis pintores preferidos de hoy.

Josefina Sartora

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