10 de noviembre de 2013

Viennale 2013, 2ª nota

Algunas joyitas de Viena

La Viennale siempre ha dedicado un espacio importante al cine argentino. Su director Hans Hursh es visitante habitual del Bafici, donde realiza su selección de lo más nuevo para ver en el mismo año en Viena. En esta ocasión, las películas que se exhiben son las ubicuas Viola de Matías Piñeyro (invitada a numerosos festivales, una joyita) y La paz, de Santiago Loza (idem idem), El loro y el cisne, curioso film de ficción-danza de Alejo Moguillansky, Los dueños, de Agustín Toscano y Ezequiel Radusky, y P3nd3jo5, de Raúl Perrone. En el campo de los documentales, la première de Carta a un padre de Edgardo Cozarinsky (otro habitué de la Viennale), El ojo del tiburón de Alejo Hoijman y Ricardo Bär, de Gerardo Naumann y Nele Wohlatz (ambas programadas en simultáneo, lamentablemente).
La retrospectiva de este año está dedicada al capocómico Jerry Lewis, de quien pueden verse casi todos sus films (sin subtítulos), con libro ad hoc, etc. Este es el año de los cómicos, porque el homenajeado del año es Will Ferrell, con la exhibición de 10 de sus películas.


Había dos películas programadas que no quería perderme: La vie d´Adèle, de Abdellatif Kechiche, y Camille Claudel 1915, de Bruno Dumont. Imagino que irán a Argentina. Si encuentran distribuidores valientes. Cuando ganó la Palma de Oro en Cannes, con el aplauso unánime de la crítica, el film de Kechiche levantó mucha polémica por su presentación de un amor entre lesbianas con varias largas escenas de sexo explícito, filmadas como pocas veces se ha visto en el cine. En verdad, el film es muy bello y excede ese aspecto. Dura casi tres horas, y en ellas vemos la llegada a la madurez de Adèle, estudiante de Literatura en un liceo, su evolución, sus amores, su felicidad y tristeza a lo largo de unos cinco años, narrados con gran sensibilidad y actuados con una expresividad conmovedoras. La lectura de Marivaux en clase le enseña a Adèle (la extraordinaria debutante Adèle Exarchopoulos, toda sensualidad y juventud) a creer en el amor a primera vista, y esto es lo que le sucede cuando se cruza con Emma (Léa Seydoux). Las dos chicas parecen estar destinadas a ese amor exultante al principio, cuando la mayor la inicia a la más joven. No sólo en el amor lésbico, sino que el film habla también de las diferencias sociales y culturales. Emma le enseña arte, la familia de Adèle come tallarines mientras la de Emma las invita con ostras y acepta la relación con naturalidad, cosas así. Después de la pasión, la cotidianeidad, los conflictos que vienen con la vida. La cámara sigue a Adèle, sin música, como los Dardenne a sus personajes: a corta distancia y sin descanso. Ya habíamos visto en Juegos de amor esquivo la dedicación del franco-tunesino Kechiche a filmar la educación, o la vida de los chicos y adolescentes en las escuelas, algo que continúa desarrollando en este film. Que es excelente, valiente y osado. Y me será difícil olvidar esos primeros planos del rostro de Adèle.


El último de Dumont presenta unos pocos días en la vida de Camille Claudel, internada por decisión de su familia en un sanatorio psiquiátrico, cerca de Avignon. El film es una muestra más del talento de Dumont, siempre dedicado a esos personajes en crisis, en los márgenes de algo entendido como normalidad. Juliette Binoche compone una Camille maravillosa, sin maquillaje, descarnada, perseguida por sus obsesiones pero con una mirada límpida, luminosa. No es menor la actuación de Jean-Luc Vincent como el rígido Paul Claudel, también obsesionado con su misticismo. Dumont tomó una decisión tan naturalista como arriesgada: eligió un cast no profesional para el resto de los internados, ellos son en la realidad pacientes psiquiátricos, y sus enfermeras interpretan a las monjas. En las antípodas del film biográfico de Bruno Nuytten, hay en este poca acción, está basado en la expresividad de rostros que hablan por sí solos sin necesidad de diálogos y música ausente. El trabajo de la fotografía con la luz de la Provence es también extraordinario. Sin llegar a ser explícito, Dumont propone un cruce posible entre los hermanos: ¿cuál de ellos está más cerca de Dios y quién de la locura?


El Festival de Viena no es competitivo. No hay selección oficial, sino sección ficción, documental, cortos, homenajes, funciones especiales. Entre todo ello, se realiza una selección de películas para acceder al premio Fipresci, que este año fue para Grand Central, de Rebecca Zlotowski. Los protagonistas son figuras repetidas en la Viennale: nuevamente Léa Seydoux, tan sexual aquí como en La vie d´Adèle, y Tahar Rahim, presente también en Le passé. Ambos despliegan admirables performances, con presencia física poderosa. Pertenecen a un grupo de obreros que opera en una central atómica, con gran riesgo de exposición a la radioactividad. Entre el grupo se encuentra también el gran Olivier Gourmet y sorpresa: ¡Nahuel Pérez Biscayart! Tan peligroso resulta el trabajo como la relación que ambos protagonistas mantienen, porque ella es la mujer de un colega, que vive en la cabina vecina en un complejo de viviendas de la central. Mientras el tema del trabajo y las relaciones entre trabajadores está tratado con tensión y suspenso y se sigue con interés, encontré la aventura clandestina más convencional, sobre todo recordando su original opera prima, Belle épine.

Nada convencional en cambio resultó la película de cierre de la Viennale, la inglesa Locke, dirigida por Steven Knight y actuada casi en exclusividad por Tom Hardy. Ivan Locke sube a su auto e inicia un viaje de hora y media hacia Londres. Durante el viaje, tendrá muchas conversaciones telefónicas gracias al Bluetooth o sistema de manos libres. Con ellas intentará no destruir totalmente todo lo que está decidido a cambiar en esa noche: su matrimonio y su trabajo, especialmente. Locke ha tomado una decisión irrevocable que le dicta su código moral. Habla todo el tiempo, el teléfono no cesa de sonar, todos le reclaman que los abandona, y cuando amenaza el silencio, discute con una figura imaginaria en el asiento posterior: su alter ego. Filmada casi en tiempo real, con un fondo musical innecesario, la cámara está dedicada al protagonista, al coche y a la autopista y sus luces nocturnas, con excelente fotografía. Pero el minimalismo extremo y experimental puede resultar (casi inevitablemente) tedioso.


La Viennale es el sitio ideal para quienes no hemos tenido la oportunidad de ir este año a Berlín, Cannes, Venecia o Locarno. La programación reúne lo mejor de esos festivales, según la personal elección de Hursh. En Locarno se había presentado When Night Falls Over Bucharest or Metabolism, el último film del talentoso director rumano Corneliu Poromboiu. Título curioso y poco transparente para la historia de un director de cine (Bogdan Dumitrache, siempre presente) quien está terminando de rodar su film, mientras atraviesa una crisis personal, afectiva y de auto estima. En la primera escena, le manifiesta a su actriz que el cine tiene sus límites, y el plano no debe durar más de 11 minutos. Poromboiu desarrolla su propio film alrededor de ese pivote: filmada en muy pocos planos –uno por cada escena, y un último que abarca dos escenas- cada uno de ellos -creo- está en el borde de esa medida. Y cada escena muestra los quiebres del director, que duda, padece de hipocondría, come y fuma con ansiedad, engaña a su productora, seduce a su actriz, y ensaya con ella obsesivamente cada toma, buscando el absoluto naturalismo. Conocimos el rigor de Poromboiu en 12:08 Este de Bucarest y Policía, adjetivo. El mismo rigor del que se vale para esta pintura de un anti héroe y para reflexionar –con abundante diálogo- sobre su relación con los múltiples aspectos del cine. Imperdible para cinéfilos.


Viena ofrece muchas oportunidades para apreciar arte. No sólo la música, sino lo visual en todas sus formas se despliega en distintas ramas, épocas, estilos. La arquitectura es uno de sus hits, desde el barroco que puede verse en cada rincón de la ciudad, pasando por el jugendstil, hasta lo más contemporáneo. Gracias a la hospitalidad de mis amigos Iris y Erwin Kuhn pude visitar dos iglesias maravillosas que se encuentran en las afueras de Viena. Una, St Leopold am Steinhof del arquitecto Otto Wagner, un ícono de la arquitectura vienesa, miembro del grupo Secesión, a quien se deben las características estaciones del metro y el edificio del correo, entre otros. Construida en medio del inmenso complejo que constituye un hospital psiquiátrico, cuyos numerosos pabellones son también obra de Wagner, la iglesia se encuentra en lo alto de un parque. Con el sentido decorativo propio de su grupo, resulta tan atractiva por fuera como lo son los vitrales, obra de su compañero Kolo Moser.


La otra, la iglesia de la Santa Trinidad –o Wotruba Kirche- es un imponente edificio concebido como una escultura, entre 1967 y 1975 por el escultor Fritz Wotruba. Compuesto por 152 bloques de hormigón de distintas formas y tamaños, y rajas de vidrio entre ellos, se alza inmensa sobre una colina junto a los Bosques de Viena desde donde puede verse casi toda la ciudad. Nada en la iglesia se repite, cada lado es único, proponiendo un recorrido asimétrico nada clásico y absolutamente genial.

Josefina Sartora

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