Algunas joyitas de Viena
La Viennale siempre ha
dedicado un espacio importante al cine argentino. Su director Hans Hursh es
visitante habitual del Bafici, donde realiza su selección de lo más nuevo para
ver en el mismo año en Viena. En esta ocasión, las películas que se exhiben son
las ubicuas Viola de Matías Piñeyro (invitada a numerosos festivales, una
joyita) y La paz, de Santiago Loza (idem idem), El loro y el cisne,
curioso film de ficción-danza de Alejo Moguillansky, Los dueños, de Agustín
Toscano y Ezequiel Radusky, y P3nd3jo5, de Raúl Perrone. En el
campo de los documentales, la première de Carta a un padre de Edgardo
Cozarinsky (otro habitué de la Viennale), El ojo del tiburón de Alejo Hoijman
y Ricardo
Bär, de Gerardo Naumann y Nele Wohlatz (ambas programadas en
simultáneo, lamentablemente).
La retrospectiva de este año está dedicada al capocómico Jerry Lewis, de quien pueden verse casi todos sus films (sin subtítulos), con libro ad hoc, etc. Este es el año de los cómicos, porque el homenajeado del año es Will Ferrell, con la exhibición de 10 de sus películas.
Había dos películas programadas
que no quería perderme: La vie d´Adèle, de Abdellatif
Kechiche, y Camille Claudel 1915, de Bruno Dumont. Imagino que irán a
Argentina. Si encuentran distribuidores valientes. Cuando ganó la Palma de Oro
en Cannes, con el aplauso unánime de la crítica, el film de Kechiche levantó
mucha polémica por su presentación de un amor entre lesbianas con varias largas
escenas de sexo explícito, filmadas como pocas veces se ha visto en el cine. En
verdad, el film es muy bello y excede ese aspecto. Dura casi tres horas, y en
ellas vemos la llegada a la madurez de Adèle, estudiante de Literatura en un liceo,
su evolución, sus amores, su felicidad y tristeza a lo largo de unos cinco
años, narrados con gran sensibilidad y actuados con una expresividad
conmovedoras. La lectura de Marivaux en clase le enseña a Adèle (la
extraordinaria debutante Adèle Exarchopoulos, toda sensualidad y juventud) a
creer en el amor a primera vista, y esto es lo que le sucede cuando se cruza
con Emma (Léa Seydoux). Las dos chicas parecen estar destinadas a ese amor
exultante al principio, cuando la mayor la inicia a la más joven. No sólo en el
amor lésbico, sino que el film habla también de las diferencias sociales y
culturales. Emma le enseña arte, la familia de Adèle come tallarines mientras
la de Emma las invita con ostras y acepta la relación con naturalidad, cosas
así. Después de la pasión, la cotidianeidad, los conflictos que vienen con la
vida. La cámara sigue a Adèle, sin música, como los Dardenne a sus personajes:
a corta distancia y sin descanso. Ya habíamos visto en Juegos de amor esquivo la
dedicación del franco-tunesino Kechiche a filmar la educación, o la vida de los
chicos y adolescentes en las escuelas, algo que continúa desarrollando en este
film. Que es excelente, valiente y osado. Y me será difícil olvidar esos
primeros planos del rostro de Adèle.
El último de Dumont
presenta unos pocos días en la vida de Camille Claudel, internada por decisión
de su familia en un sanatorio psiquiátrico, cerca de Avignon. El film es una
muestra más del talento de Dumont, siempre dedicado a esos personajes en
crisis, en los márgenes de algo entendido como normalidad. Juliette Binoche
compone una Camille maravillosa, sin maquillaje, descarnada, perseguida por sus
obsesiones pero con una mirada límpida, luminosa. No es menor la actuación de
Jean-Luc Vincent como el rígido Paul Claudel, también obsesionado con su
misticismo. Dumont tomó una decisión tan naturalista como arriesgada: eligió un
cast no profesional para el resto de los internados, ellos son en la realidad pacientes
psiquiátricos, y sus enfermeras interpretan a las monjas. En las antípodas del
film biográfico de Bruno Nuytten, hay en este poca acción, está basado en la
expresividad de rostros que hablan por sí solos sin necesidad de diálogos y
música ausente. El trabajo de la fotografía con la luz de la Provence es también extraordinario. Sin llegar a ser explícito, Dumont propone un cruce posible
entre los hermanos: ¿cuál de ellos está más cerca de Dios y quién de la locura?
El Festival de Viena no
es competitivo. No hay selección oficial, sino sección ficción, documental, cortos,
homenajes, funciones especiales. Entre todo ello, se realiza una selección de
películas para acceder al premio Fipresci, que este año fue para Grand
Central, de Rebecca Zlotowski. Los protagonistas son figuras repetidas
en la Viennale: nuevamente Léa Seydoux, tan sexual aquí como en La
vie d´Adèle, y Tahar Rahim, presente también en Le passé. Ambos
despliegan admirables performances, con presencia física poderosa. Pertenecen a
un grupo de obreros que opera en una central atómica, con gran riesgo de
exposición a la radioactividad. Entre el grupo se encuentra también el gran
Olivier Gourmet y sorpresa: ¡Nahuel Pérez Biscayart! Tan peligroso resulta el
trabajo como la relación que ambos protagonistas mantienen, porque ella es la
mujer de un colega, que vive en la cabina vecina en un complejo de viviendas de
la central. Mientras el tema del trabajo y las relaciones entre trabajadores
está tratado con tensión y suspenso y se sigue con interés, encontré la
aventura clandestina más convencional, sobre todo recordando su original opera
prima, Belle épine.
Nada convencional en
cambio resultó la película de cierre de la Viennale, la inglesa Locke,
dirigida por Steven Knight y actuada casi en exclusividad por Tom Hardy. Ivan Locke
sube a su auto e inicia un viaje de hora y media hacia Londres. Durante el
viaje, tendrá muchas conversaciones telefónicas gracias al Bluetooth o sistema de manos libres. Con ellas intentará no
destruir totalmente todo lo que está decidido a cambiar en esa noche: su
matrimonio y su trabajo, especialmente. Locke ha tomado una decisión
irrevocable que le dicta su código moral. Habla todo el tiempo, el teléfono no cesa
de sonar, todos le reclaman que los abandona, y cuando amenaza el silencio,
discute con una figura imaginaria en el asiento posterior: su alter ego. Filmada
casi en tiempo real, con un fondo musical innecesario, la cámara está dedicada
al protagonista, al coche y a la autopista y sus luces nocturnas, con excelente
fotografía. Pero el minimalismo extremo y experimental puede resultar (casi
inevitablemente) tedioso.
La Viennale es el sitio
ideal para quienes no hemos tenido la oportunidad de ir este año a Berlín,
Cannes, Venecia o Locarno. La programación reúne lo mejor de esos festivales,
según la personal elección de Hursh. En Locarno se había presentado When
Night
Falls Over Bucharest or Metabolism, el último film del talentoso
director rumano Corneliu Poromboiu. Título curioso y poco transparente para la
historia de un director de cine (Bogdan Dumitrache, siempre presente) quien
está terminando de rodar su film, mientras atraviesa una crisis personal,
afectiva y de auto estima. En la primera escena, le manifiesta a su actriz que
el cine tiene sus límites, y el plano no debe durar más de 11 minutos.
Poromboiu desarrolla su propio film alrededor de ese pivote: filmada en muy
pocos planos –uno por cada escena, y un último que abarca dos escenas- cada uno
de ellos -creo- está en el borde de esa medida. Y cada escena muestra los
quiebres del director, que duda, padece de hipocondría, come y fuma con
ansiedad, engaña a su productora, seduce a su actriz, y ensaya con ella obsesivamente
cada toma, buscando el absoluto naturalismo. Conocimos el rigor de Poromboiu en
12:08
Este de Bucarest y Policía, adjetivo. El mismo rigor del
que se vale para esta pintura de un anti héroe y para reflexionar –con
abundante diálogo- sobre su relación con los múltiples aspectos del cine.
Imperdible para cinéfilos.
Viena ofrece muchas
oportunidades para apreciar arte. No sólo la música, sino lo visual en todas
sus formas se despliega en distintas ramas, épocas, estilos. La arquitectura es
uno de sus hits, desde el barroco que puede verse en cada rincón de la ciudad,
pasando por el jugendstil, hasta lo
más contemporáneo. Gracias a la hospitalidad de mis amigos Iris y Erwin Kuhn
pude visitar dos iglesias maravillosas que se encuentran en las afueras de
Viena. Una, St Leopold am Steinhof del
arquitecto Otto Wagner, un ícono de la arquitectura vienesa, miembro del grupo
Secesión, a quien se deben las características estaciones del metro y el
edificio del correo, entre otros. Construida en medio del inmenso complejo que
constituye un hospital psiquiátrico, cuyos numerosos pabellones son también
obra de Wagner, la iglesia se encuentra en lo alto de un parque. Con el sentido
decorativo propio de su grupo, resulta tan atractiva por fuera como lo son los
vitrales, obra de su compañero Kolo Moser.
La otra, la iglesia de la
Santa Trinidad –o Wotruba Kirche- es
un imponente edificio concebido como una escultura, entre 1967 y 1975 por el
escultor Fritz Wotruba. Compuesto por 152 bloques de hormigón de distintas formas
y tamaños, y rajas de vidrio entre ellos, se alza inmensa sobre una colina junto
a los Bosques de Viena desde donde puede verse casi toda la ciudad. Nada en la
iglesia se repite, cada lado es único, proponiendo un recorrido asimétrico nada
clásico y absolutamente genial.
Josefina Sartora
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