1 de septiembre de 2016

El mundo mítico de las islas

El limonero real
Dirección y guión: Gustavo Fontán
Argentina/2016


Quienes seguimos con gozo la trayectoria de Gustavo Fontán, estábamos ansiosos por ver su reciente película, El limonero real, basada en la novela de Juan José Saer. Después de La orilla que se abisma ese trabajo experimental que realizara con el río y los poemas de Juan L.Ortiz, y El rostro, otro trabajo con el agua como elemento primordial, había que ver qué vuelta de tuerca daba a la filmación del litoral y su gente.

Soy fan de Saer, y creo que El limonero real es uno de sus textos más logrados, por el clima que crea y por la experimentación que lleva a cabo con el relato. Hace años y en otro contexto, intenté el análisis de la obra, que invita a múltiples lecturas. No era fácil la trasposición de esa novela al cine. Pensé que Fontán experimentaría con modos fílmicos de encarar la técnica de la repetición, que es la constante de la novela. Una y otra vez, la narración vuelve a la frase inicial y relata la historia de manera diferente. Sin embargo, la película deja toda experimentación de lado y nos da su propia manera de tratar el relato de manera lineal, reducido a la esencia de la acción, con una fotografía extraordinaria, como es habitual en el cine de Fontán, en este caso de Diego Poleri. La historia es mínima: el protagonista, un isleño, está invitado a pasar el último día del año en una isla cercana en la casa de su cuñada, hermana de su mujer; esta no quiere ir, aferrada al duelo por su hijo, muerto hace varios años. El hombre rema hasta la casa vecina, y allí transcurre su día, entre pescado asado, una siesta, la preparación de un cordero al asador y la fiesta nocturna, después de la cual regresa a su casa. El año pasado pudimos ver en el Centro de Experimentación Teatral del Teatro Colón la ópera homónima, con puesta de Maricel Álvarez. El libreto de Fernando Regueira también comprime la historia a su esencia, dejando de lado las elaboraciones lingüísticas de Saer, que en última instancia son privativas de la literatura.


Resulta pertinente citar palabras que ha repetido Fontán en entrevistas: “Adaptar un libro al cine es un acto amoroso y violento”; hay una atracción admirativa y ciertas inevitables traiciones, por tratarse de artes y vías diferentes. El director ha realizado una apropiación para, con un punto de partida, crear una obra nueva. Otra característica de la novela es el trabajo con las imágenes visuales, y sobre todo el juego entre luz y sombra, los claroscuros que en este blog tanto amamos. Fontán tampoco suscribe del todo a este detalle, pero su fotografía aporta todo su propio y personal estilo para filmar la naturaleza, el follaje entramado, las orillas, el agua, el juego de luces. En la película de Fontán está presente el clima poético de Saer a partir de las imágenes visuales, los silencios, el tempo de morosidad, y sobre todo, la melancolía que imprime a cada plano, a cada escena. No menos importante es la banda sonora, sin música, con los sonidos que transmiten la presencia primordial de la naturaleza.


El elenco no podría adaptarse mejor a la historia, con actores profesionales y quienes no lo son. Germán de Silva cumple una nueva excelente performance, ya ha demostrado que es su hora de pasar a otros roles que lo saquen de su lugar tan clasista.

En toda su obra anterior, en la trilogía sobre su familia  y en aquellas obras acuáticas, Fontán ha puesto en evidencia que la narración es lo menos importante de su cine. A falta de intriga compleja, la presencia de los cuerpos toma relevancia en esta película: cuerpos vibrantes, vitales, deseantes, en íntimo contacto con la naturaleza, o formando parte de ella. Todo en la película remite a lo mítico o lo arquetípico: el ser natural, la madre inconsolable, la inmersión en el agua, el sacrificio del cordero, la fiesta, y sobre todo, el sentido de lo cíclico. Es el fin del año, y el principio del otro ciclo: el protagonista regresa al hogar y sabe que todo va a recomenzar.


Josefina Sartora

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