Festival
Barenboim 2019
Recital
de sonatas de Beethoven
Ya parece un clásico: el Festival
Barenboim que se desarrolla en julio y agosto, desde hace varios años. El
maestro Daniel Barenboim regresa a su país de nacimiento cada año acompañado por
su orquesta Divan, compuesta de músicos palestinos e israelíes, y no pocas
veces con la compañía estelar de Marta Argerich. Este año la pianista también
está presente en dos de los conciertos que se brindarán en el Centro Cultural
Kirchner. También se presentan en distintos conciertos la violinista alemana
Anne-Sophie Mutter, el tenor mexicano Rolando Villazón y el violinista Michael
Barenboim, hijo de Daniel y la pianista Jelena Bashkirova. Paralelamente, habrá
encuentros de reflexión con distintos pensadores sobre el diálogo entre las
diferentes culturas y la posibilidad de la paz, tema que siempre inquieta al
músico. Hombre preocupado por la realidad contemporánea, en un encuentro con la
prensa dijo que siempre vuelve a Buenos Aires porque es una de las pocas
ciudades de América donde judíos y árabes conviven pacíficamente. Por otro
lado, en 2020 volverá aquí con la Filarmónica de Viena a festejar sus 50 años
en los escenarios, pero lo hará en junio, porque en julio tiene programado
presentarse en África, en una contribución para difundir la música entre culturas
que están viviendo una diáspora dramática.
El Festival abrió con tres recitales de
Barenboim al piano como solista con las sonatas de Beethoven. El músico alemán
compuso 32 sonatas para piano, consolidando un género musical que se había
iniciado en el clasicismo, con Mozart como paradigma. Barenboim ha hecho de
esas sonatas un culto personal, tocándolas en todos los escenarios y en
grabaciones antológicas. Las interpreta de memoria, casi a ojos cerrados, y en
cada ocasión aporta algo de su personalidad como instrumentista. Es inolvidable
la versión integral que hace años Barenboim brindara en el teatro Colón. En
esta oportunidad pudimos asistir al concierto del 26 de julio, cuando el
maestro ejecutó las sonata Nº 2, la misteriosa Nº 17 –La tormenta-, la número 10 y la 26 -Los adioses. En todas ellas esa noche Barenboim desplegó su
extraordinaria técnica, pero además le imprimió una intensidad que se reflejaba
en los contrastes, de ritmo e intensidad, sobre todo en la Nº 17, que es la más
dialéctica.
Hubo unas cuantas groserías que debimos
soportar durante el recital: en primer lugar, del principio al fin, esas toses
desaforadas, nunca sofocadas, hasta groseras, que distraían la atención de
músico y público. En segundo lugar, entre el tercero y cuarto movimiento de la
sonata Nº 2, primera que ejecutaba el pianista, algunos inadvertidos
aplaudieron, creyendo que había acabado. El maestro levantó la mano, pidiendo
silencio. Pero entonces, un malón de rezagados que habían quedado arriba entró
a la sala y no solo eso: a pesar de que el solista seguía tocando, avanzaban en
tropel por los pasillos buscando su asiento. Vergüenza ajena. Y por último,
pero no menos vergonzoso, a pesar de que antes de comenzar se recordó que no
estaba permitido tomar fotos durante la función, los flashes molestaron durante
toda ella. No solo en el público
estábamos molestos: era evidente el fastidio del pianista, y al final de los
bravos, del aplauso cerrado en una sala llena y de pie, pidió silencio y dijo
que estaba prohibido tomar fotos, que le hacía daño a la vista. No es de
extrañar que no haya tocado ningún bis, después de semejantes faltas de
respeto.
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