El Festival de Viena encarga tradicionalmente su trailer a un director mayúsculo. Recuerdo que en 2008 su autor fue Godard; este año es Apichatpong Weerasethakul. Su corto Empire –que se proyecta muy pocas veces- recupera imágenes y sonidos que podrían haber estado en Uncle Boomeee, a la cual hay me he referido: hermosas tomas bajo el agua, entre rocas y vegetación marina, o en las profundidades de una cueva, oscuras, atemporales, con restos de formas orgánicas, que abren la imaginación del espectador.
La Viennale se desarrolla en varios cines que conservan su formato original, clásico, de sala grande, sillones antiguos y confortables, cortinados, sala de espera con bar y bebidas. Ningún multiplex participa en el Festival. Este sostiene su respeto al espectador al punto que no lo abruma con cortos publicitarios previos a cada film: simplemente, presenta en cada función los logos de las numerosas empresas patrocinadoras. Un ejemplo a seguir.
El 27 de noviembre los argentinos estuvimos conmovidos por partida doble: todos sabíamos que no figuraríamos en el censo, y a mitad de la tarde recibimos la noticia de la muerte del ex presidente Kirchner, un baldazo de agua fría que conmovió a toda la sala de prensa. Es una pérdida que abre interrogantes sobre el país. Sabemos que la Presidente guarda toda su entereza, pero nada le será fácil, dado el complejo y desarticulado mapa político.
Volviendo a las películas, vi una de las pocas coproducciones con Africa seleccionadas para el festival, Un homme qui crie del chadiano? Mahamat-Saleh Haoun. Es un valioso film que ganó en Cannes el Premio del Jurado, equivalente a un segundo premio de la Competencia. Un film que, si bien dotado de un poderoso –e inevitable- color local, habla de verdades humanas en diversos niveles. En un país siempre sacudido por las guerras civiles, Adam y su hijo Abdel trabajan en la piscina de un hotel de lujo. Adam ha sido campeón de natación, y su trabajos en la piscina ha pasado a constituirse en su identidad. Cuando la gerencia decide que lo reemplace su hijo más joven y lo destina a controlar la valla de entrada al hotel, se siente tan humillado como el protagonista de El último hombre de Murnau. El viejo león no soporta ceder su lugar a la nueva generación, y elude pagar su tributo al ejército, lo cual implica que su hijo sea reclutado a la fuerza y enviado al frente. Adam ha recuperado su cetro. Ese hombre egocéntrico no comprende la magnitud de su falta hasta que la novia de Abdel se presenta encinta, al tiempo que las luchas llegan a la ciudad. Entonces asume su responsabilidad y sale en busca de su hijo. Adam no grita, llora a solas, buscando algún tipo de redención. Adam, Abdel: los nombres cargan por sí mismos con todo un contenido simbólico que no necesita de líneas de diálogo. Con una sobriedad admirable, y la interpretación ajustada y expresiva de Youssouf Djaoro, quien pasa de la dignidad y el rigor a la humillación y la culpa casi sin palabras, esta tragedia clásica dominada por la desesperación es hasta ahora de lo mejor de la Viennale.
Ya estoy muy cansada de esas películas -que ahora abundan- sobre jóvenes desocupados o aburridos que salen al camino en busca de alguna pasión que no tienen adentro. En la Viennale vi tres: Estrada para Ythaca, trabajo colectivo de cuatro directores y actores brasileños, totalmente intrascendente y vacío, A espada e a rosa, del portugués Joâo Nicolau, proyectado en una sala llena que de a poco fue despoblándose, una comedia que juega con el absurdo, en la que el viaje se realiza en una nave pirata, y se abordan temas como la amistad, los sueños y la droga, y la más atendible, aunque no me convenció totalmente, La vida sublime, del español Daniel Villamediana.
Cuando vi su anterior El brau Blau en el Bafici de 2009, ese film me había parecido un buen ejercicio casi experimental, un unipersonal de un asceta solitario obsesionado con el toreo, que asume el entrenamiento como una meditación trascendental.
En La vida sublime, desde el título todo parece demasiado ambicioso o falso: el protagonista, otro aburrido, decide ir en busca de una pasión. En verdad, quien sí tuvo una pasión fue su abuelo, y él sigue sus pasos desde Castilla la ocre (¿qué tienen de malo los ocres castellanos?) a la luminosa y colorida Andalucía. Ello da motivo a buenas imágenes turísticas, entrevistas a diversos personajes que, si bien con gracia, hablan con una superficialidad que impera en todo el film. En fin, para mí, la pasión es otra cosa.
Josefina Sartora
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