28 de septiembre de 2011

Por sus frutos los conoceréis

El árbol de la vida.

Dirección y guión: Terrence Malick
Estados Unidos/2011



La única certeza ante la cual todos estaremos de acuerdo, es que El árbol de la vida despertará similares polémicas a las que generó en el último Festival de Cannes, donde ganó la Palma de Oro. Cada retorno de Terrence Malick a la dirección produce obras totalmente personales, inclasificables y ambiciosas. Muy ambiciosas. Esta última no se limita a contar la historia de una familia, sino que la inscribe dentro del marco de la creación del mundo, de la evolución de las especies, del principio y el fin de la vida en una suerte de tratado panteísta que por momento produce admiración por la belleza de sus imágenes, siempre grandiosas, o una fuerte irritación por lo pretencioso de la propuesta. Malick contó con la colaboración indispensable del fotógrafo mexicano Emmanuel Lubezki -reiterando la sociedad establecida para El nuevo mundo, su tratado sobre el origen de América del Norte- y del célebre creador de efectos no digitales Douglas Trumbull, consagrado en 2001 odisea del espacio, Encuentros cercanos del tercer tipo y Blade Runner, por si fuera poco, títulos que en algo orientan sobre la intención de El árbol de la vida. Todos son los responsables de las imágenes bellísimas del cosmos, del supuesto Big Bang a partir de la explosión galáctica de una bola de luz, de colisiones, erupciones y materializaciones en la consecuente evolución del mundo en sus variadas formas. Qué relación liga lo colosal de esa imaginería del universo con la historia de las miserias domésticas de una familia en un pueblo de Texas en los ´50 (cuna de Malick), resulta más difícil de establecer. Tal vez alguna respuesta se encuentre en el Libro de Job, citado al comienzo, clamando por el encuentro con Dios. Un Dios que podría residir en todas las cosas. O en ninguna.

La historia está centrada en el momento del pasaje a la adultez del protagonista, el mayor de tres hermanos varones, quien en su madurez evoca aquella época preadolescente de pureza, identidad y rebelión. En una familia en que los chicos gozaban de la dulzura de la madre –la gracia y la compasión, según Malick - y la tiranía del padre –la naturaleza, o el egoísmo y la ley arbitraria, ya se sabe. Jessica Chastain, la actriz del momento, y Brad Pitt conforman esa pareja sin nombres, mientras que Sean Penn es el hombre que hoy ha resultado de aquel joven del pasado. Entonces, ya buscaba pruebas de la existencia divina, en soliloquios apenas susurrados dirigidos a Dios, mientras sufría el maltrato de un padre amargado por sus ambiciones frustradas. Y los personajes están todos congelados en un trazo, sin experimentar cambios en todo el film. La voz en off de los personajes, poética y sugerente, como la que había utilizado en La delgada línea roja, al cabo de un rato puede resultar irritante. El joven Hunter McCracken da una excelente performance de quien podría ser el retrato del propio Malick, a pesar de que son pocos los momentos en que interactúa, o dialoga. Esos momentos que retratan la cotidianeidad del muchacho y sus hermanos descubriendo la vida son los mejores del film. En el momento presente, el protagonista se debate –siguiendo los pasos del padre- entre la angustia y la soledad, en espacios ultramodernos tan vidriados como fríos y desangelados (¿un mensaje sobre la realidad contemporánea?), o en zonas desérticas que nuevamente remiten al principio y el fin de los tiempos. O tal vez no haga más que buscar el Paraíso perdido. Felizmente esos momentos actuales, los más fallidos del film, no abundan.


Malick se formó en filosofía antes de pasar al cine, y es obvio que ha ganado su vocación estética. Si el film está entendido como una obra panteísta que indaga la existencia de Dios, o metafísica, sobre el vacío de la muerte y el sufrimiento, o si quiere demostrar la pequeñez del ser humano frente a la grandiosidad del cosmos, esos temas están sugeridos, nunca tratados en profundidad. Incluso la muerte del hermano, anunciada al comienzo y que impregna de dolor todo el relato, nunca está clarificada.

Personalmente, siempre me siento más afín con la economía que con el despilfarro, en el plano estético. Encuentro El árbol de la vida hiperbólico, desmesurado, y sobre todo, largo. No quiero caer en el cinismo de muchos espectadores, que abuchearon el film en Cannes, o de colegas que pusieron de relieve sus caídas en el ridículo, sobre todo al final. Pero si el film interesa en su primera mitad, por esa curiosa mezcla de trascendencia e inmanencia, de macrocosmos y microcosmos, o por la belleza de algunos instantes, la atención decae a medida que se prolonga sin mayores puntos de interés. Tampoco ayudan ciertos momentos oníricos, o fantásticos, como la madre flotando frente al árbol epónimo, o la música agobiante. El padre es un músico frustrado, y acostumbra a hacer escuchar música clásica a sus hijos. No sé si ese dato es también autobiográfico, como algunos otros lo son, pero Malick recurre a todo el catálogo de música clásica, religiosa y no tanto, para ilustrar su teofanía. Obras de Bach, Couperin, Brahms, Mahler, el Requiem de Berlioz, se mezclan con Górecki, el Himno a Dionisos de Holst y el Lacrimosa de Preisner, por mencionar sólo algunas, en un film que en ningún momento disimula su megalomanía. Esta grandilocuencia es la motivó que el jurado compuesto por De Niro, Martina Gusmán, Johnnie To, Olivier Assayas, entre otros, le haya otorgado la Palma de Oro y que algunos críticos la consideren una obra maestra. Yo no me cuento entre ellos.

Josefina Sartora

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