20 de septiembre de 2012

Identidad y memoria

Infancia clandestina.
Dirección: Benjamín Ávila
Guión: Marcelo Müller y Benjamín Ávila
Argentina-España-Brasil/2011


Benjamín Ávila dedica esta película a su madre desaparecida, y a quienes no han perdido la fe. Toda una declaración de principios, aunque aparezcan al final del film. Como otros hijos de desaparecidos durante la dictadura, Ávila plasma la historia argentina reciente a través de su propia historia familiar, o con un fuerte apoyo en ella.

Llama la atención que Infancia clandestina llegue con tan importante aparato de producción, elenco estelar, premio al guión en San Sebastián y La Habana, con su paso por Cannes, el apoyo de Radio y Televisión argentinas, etc, aunque más allá de sus méritos es posible ver allí la mano profesional y experimentada del productor, Luis Puenzo.

La historia se centra en unos meses de 1979, cuando una familia vuelve clandestinamente del exilio en Cuba durante la llamada contraofensiva montonera, un plan para recuperar terreno perdido en las luchas contra el régimen militar. Relatada desde el punto de vista de Juan, un niño de 11 años que en esa nueva etapa pasará llamarse Ernesto, la historia atraviesa las vivencias de quien es testigo y protagonista de esa situación doble, de fingimiento y peligro permanente, que se vivió en esos tiempos. Sin maniqueísmos, sin idealizaciones, el film muestra el modus operandi de los clandestinos, a su madre en el momento en que no duda en sacar una pistola mientras empuja el cochecito con su bebé, o el refugio operativo donde vive la familia y se reúne el grupo de combatientes, entre cajas de maní con chocolate que esconden armas, material informativo, dinero, y otros materiales no tan dulces. Refugio familiar que nada tiene de seguro. Así vive Juan/Ernesto, en momentos en que asoma a la pubertad y su mundo se amplía más allá del círculo familiar. La escuela es el infierno tan temido, el lugar de mayor exposición y fuente de peligro, sobre todo cuando el chico comienza a interactuar con sus compañeros y se enamora de María. Tampoco el film ahorra detalles en cuanto a la tortura y secuestros con que el aparato represivo sometió a los niños y bebés. Pero para los momentos de mayor violencia –enfrentamientos armados, persecución, muerte, secuestro- utiliza la animación, tal vez como medio de atemperar lo macabro, o de no alejarlo de la mirada infantil. Frente a esos momentos animados, mi imaginativa memoria me llevó de inmediato a los playmobil de Los rubios.

El cine argentino ya ha mostrado esa época desde el punto de vista de los más jóvenes, sobre todo en las películas realizadas por hijos de desaparecidos, como Ávila: Andrés no quiere dormir la siesta de Daniel Bustamante, los documentales Historias cotidianas de Andrés Habegger, Nietos del mismo Ávila y Los rubios de Albertina Carri, e incluso Kamchatka, de Marcelo Piñeyro, perteneciente a otra generación. Me interesa resaltar El premio, de Paula Markovitch, un film con muchos puntos de contacto con éste -y que prefiero-, cuya directora sin embargo no consiguió ninguna clase de apoyo argentino, ni público ni privado, que debió realizarse con capitales mexicanos y aún no ha tenido su estreno en Argentina. Tanto en El premio como en Infancia clandestina la escuela es el microcosmos donde se replica la realidad exterior: allí imperan las jerarquías, las represiones, el espíritu castrense, la amenaza constante.

 
Ávila es un hábil narrador. Sabe administrar los distintos tiempos de la historia, aunque su película no es del todo pareja. Por momentos fluye el mundo interior y vívido del director-protagonista, y por otros pareciera rendirse a las pretensiones de la magna producción que ésta quiere ser. El film tiene grandes instantes, sobre todo los breves en que interviene Cristina Banegas como la madre que llega a cuestionar el accionar de la hija, a pedirle que recapacite y le dé sus hijos antes de que sea demasiado tarde, en la escena más alta del film; otras escenas logradas, en la relación madre-hijo entre Natalia Oreiro y Teo Gutiérrez Moreno, y un lucimiento de Ernesto Alterio, en su mejor actuación a la fecha, con una hermosa escena en que inicia a su sobrino en el amor, a través del maní con chocolate. Esos momentos de intimidad, emotivos y auténticos, son los que mejor funcionan, y no tanto los más épicos o narrativos. Tampoco me parece apropiada la música de Pedro Onetto y Marta Roca.

Infancia clandestina adolece de cierta grandilocuencia, hace obvias su altas pretensiones –y aquí mis razones por las que prefiero El premio: por su elocuente austeridad, su economía de recursos, su poder de síntesis, que añoro aquí. Y los subrayados ecos de La historia oficial –la presencia de Alterio hijo, la beba robada- tampoco ayudan.

No obstante, es bienvenido este enorme esfuerzo para observar nuestra historia desde adentro, con un relato que no pretende la justificación, ni el juicio ni la crítica, ni se cuida por la corrección política. La Argentina, la Historia, los argentinos, necesitamos más historias que practiquen la memoria.

Josefina Sartora

1 comentario:

  1. la vi y me encanto una forma muy ynteresante de ver esa epoca. muy buena.

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