The Master
Dirección y guión: Paul
Thomas Anderson Estados Unidos/2012
Paul Thomas Anderson
constituye una suerte de epígono de los grandes directores clásicos de
Hollywood; su cine siempre evoca obras de grandes nombres: Welles, Wyler o Huston, por poner algún ejemplo obvio.
Narrador de grandes épicas, sean éstas urbanas o rurales, demuestra un
conocimiento sólido de su profesión, sus films son una construcción
minuciosamente elaborada donde todo, puesta, montaje, fotografía, actuación,
está controlado. (Esto que debería ser básico hoy no lo es, como
basta comprobar en los estrenos de cada semana.)
Profundo observador de la
naturaleza de su país y su gente, elige mostrar una época, con su histórica
idiosincracia, y en el caso de su último film –realizado cinco años después de Petróleo
sangriento, en la que mostraba el principio del siglo XX y las bases
del capitalismo- se trata de la sociedad de la postguerra, precisamente el año 1950.
Su protagonista es
Freddie Quell, un malhadado ex combatiente que regresa del Pacífico con evidentes
daños en su psiquismo, si bien ya lo tenía alterado originalmente con taras
familiares. Violento y alcohólico, un ser elemental que actúa por reacciones,
su vida cambia después de su encuentro con Lancaster Dodd, líder de una secta pomposamente
llamada La Causa, que procura la sanación y evolución personal a través del
control de la mente, la hipnosis y las experiencias de retorno a vidas pasadas.
Si bien no se trata de una biografía, este personaje está basado en la figura
de L. Ron Hubbard, líder de la Iglesia de la Cientología, que hoy tiene
numerosos adeptos en Estados Unidos, notoriamente gente de poder y grandes
recursos económicos.
Dodd se define a sí mismo
como un escritor, médico, físico nuclear, filósofo. Viaja siempre acompañado
por un séquito de acólitos, y uno se pregunta qué mueve al Maestro a proteger y
apoyar un personaje como Freddie. Sin embargo, a juzgar por ciertos desbordes
del amo, uno empieza a comprender. Entre ambos se establece una peculiar
relación de maestro-discípulo, o padre-hijo, más orientada a la de amo-siervo. Freddie
oficia de sombra de Dodd, asume en sí toda la animalidad y la violencia
contenidas en la fachada del maestro. No es menor el detalle que lo que une a
ambos en el primer momento es su afición por las bebidas fuertes y duras,
capaces de combinar varios alcoholes con diluyente, o incluso combustible. Por
momentos, Freddie oficia de perro guardián, preparado a contraatacar a quien
ose cuestionar la autoridad de su amo. Que son varios. El film oscila en
mostrar al Maestro como un charlatán presto a improvisar según le convenga en
el momento, pero también como un sanador, un psicólogo no ortodoxo o un
filósofo pragmático. Entre ambos se establece una dialéctica que da un norte a
la deriva de Freddie, una oportunidad única para las teorías y los ejercicios
de dominación de Dodd.
La imágenes de los dos enormes
actores que los encarnan también son antagónicas: la figura solar, atildada e
impecable pero también ágil, divertida y seductora que Philip Seymour Hoffman
compone para Dodd, resulta polar a la caracterización de Joaquin Phoenix como un
Freddie oscuro y taciturno, con su espada cargada, hombros vencidos y ese andar
cansino, su mirada algo demente, su labio cortado, su hablar masticando las
palabras de costado, que recuerdan las estudiadas composiciones de Marlon
Brando.
Anderson acentúa la antítesis
de los dos personajes –o la de barbarie-civilización- en la puesta en escena.
Hay momentos poderosos, de alta intensidad, que presentan a los dos
protagonistas en plano-contraplano, o en ambos extremos de la pantalla:
notoriamente, durante el ejercicio terapéutico al que somete Dodd a Freddie,
haciéndole recuperar personas y momentos del pasado; otra experiencia
vivencial, angustiante, en la que Freddie choca una y otra vez con su incapacidad
para trascender la materia; y la más intensa, cuando ambos, encerrados en
sendas celdas, extreman sus personalidades frente a la circunstancia adversa:
Freddie violento y destructivo, Dodd cerebral.
Entre ambos, la figura de
la mujer de Dodd, en el cuerpo de la excelente Amy Adams, deriva desorientada
cuando la realidad no se ajusta a sus personales objetivos de una mujer
acostumbrada al dominio y el control. Peggy Dodd es el poder en las sombras.
En ese juego triangular
–que consta de otros varios ángulos-
subyace un latente erotismo. La Causa trabaja sobre las posibilidades y
fuerza de la mente, sobre el control de los impulsos y también sobre la
continencia sexual, que emerge en la visión que tiene Freddy, formidable escena
con las discípulas bailando desnudas. La estupenda fotografía de Mihai
Malaimare acentúa la intensidad de la historia, y trabaja con los colores que recrean
aquellos del cine de la década de los ´50.
Freddy Quell resulta uno
de los personajes más torturados del último cine. Surgido de las grietas que ha
abierto la guerra, llega a símbolo de su nación, que siempre parece campo
fértil para el surgimiento y desarrollo de sectas y agrupaciones fanáticas. Estos
espacios de poder constituyen un tema caro a Anderson: recordemos la iglesia
que lideraba el personaje de Paul Dano en Petróleo sangriento.
The Master puede despertar reacciones encontradas, tan
ambiguas o polivalentes como la realidad que muestra: el director no es concesivo,
ni afecto a hechos acabados. Ninguno de sus personajes está idealizado, ni
resulta rígido, por el contrario, parece que oscilaran entre sus diversos yoes
algo escuálidos y a la deriva, en episodios fragmentarios, inquietantes,
abiertos. Allí nuevamente la originalidad de Anderson, cuyo cine no se parece
ninguno de los actuales.
Josefina Sartora
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