La tierra tiembla
Varios son los
documentales interesantes sobre la situación política internacional
contemporánea, exhibidos en el Bafici, que junto con el Doc Buenos Aires
constituyen espacios privilegiados para ver un cine diferente.
El drama que vive el
pueblo palestino está reflejado en buena cantidad de películas que realizan
tanto palestinos refugiados en otros países como documentalistas de todo
origen. Esos testimonios llegan a todos los festivales, que son el ámbito casi
exclusivo para verlos, porque carecen de otro tipo de distribución, y el Bafici
proyecta cada año algunas de ellos.
En Competencia
Internacional se presentó A World not Ours, de Mahdi Fleifel. Filmada
por un palestino residente en Dinamarca, que cada año regresa a pasar sus
vacaciones de verano en Ain al-Hilweh, un campo de refugiados palestinos en
Líbano, donde se trasladaron sus abuelos cuando debieron abandonar sus tierras
en 1948, por la creación del Estado de Israel en tierras palestinas.
He visto esos campos de
refugiados, similares a nuestra villa 21, ya que las condiciones de vida de sus
habitantes son más que precarias: carecen de muchos derechos por ser
extranjeros, y sobreviven practicando un mínimo comercio dentro de su
comunidad. El único momento de felicidad ocurre durante el Mundial de fútbol,
cuando todos se reúnen para vivar a sus selecciones. Porque no tienen una
propia, sus favoritas son las de Italia, Alemania, España, Brasil. Mahdi
Fleifel registra la vida cotidiana de sus amigos jóvenes y de los adultos
mayores en ese dédalo de construcciones arracimadas, superpuestas, donde en un
kilómetro cuadrado se agolpan 70.000 refugiados que pasan la vida ansiando
otra. Sus amigos desean salir de ese laberinto cerrado, claustrofóbico, aun
sabiendo que es lo más probable que sean deportados si los descubren en otro
país. Y los mayores evocan el pasado en su propia tierra y anhelan el momento
en que Israel ceda por una u otra causa y recuperen su nación. Mientras tanto,
son parias. Es tal la confusión del director –nacido en Dubai, vive en
Dinamarca, toma vacaciones en Ain al-Hilweh compartiendo sus precarias
condiciones de vida-, que le resulta difícil asumir su propia nacionalidad, y
muestra una posición ambigua durante una visita a Israel. Con humor e
inteligencia, un film brutal, realizado para que las nuevas generaciones no
olviden.
Otro film sobre el
conflicto se presentó en la sección Panorama: 5 Broken Cameras, de Emad
Burnat y Guy Davidi. Cinco fueron las cámaras que utilizó
Emad Burnat para registrar el abuso de los colonos y las tropas israelíes en
tierras ocupadas de Palestina a lo largo de varios años. Cinco fueron las
cámaras que los soldados destruyeron, una a una, cuando no querían que se
registrara su avance sobre las tierras palestinas de Bil´in para dar lugar a los
asentamientos israelíes, ocupando tierras cultivables, descerrajando de raíz
los olivos, o quemándolos en pie. Varios fueron también los hermanos de Burnat
que fueron llevados detenidos por el ejército, uno después de otro, cuando
salían a manifestar como una forma de resistencia pacífica frente a las fuerzas
armadas, o por la construcción de un muro o cerca, que les impide moverse en
sus tierras. También el director fue arrestado, por filmar la represión. Mientras
tanto, con esas mismas cámaras Emad registra cómo sus hijos crecen mientras su
familia y sus compatriotas son más y más cercados, arrestados o asesinados. La
resistencia de los palestinos consiste en manifestar, con las manos vacías o a
lo sumo, con algunas piedras del camino.
El film, rodado por Burnat, fue editado por
Guy Davidi, director y profesor de cine israelí. Todo habla sobre el poder de
la cámara y del cine como instrumento de protesta pacífica, al tiempo que
registra la brutalidad de las condiciones de vida bajo ese régimen opresor.
Entre los documentales que registran las
convulsiones mundiales, el más curioso, que estremece y provoca una reacción
visceral, es The Act of Killing, pieza única, documental sobre la acción de
los represores en Indonesia, quienes desde 1965 exterminaron a unos dos
millones y medio de opositores al régimen bajo el pretexto de ser comunistas, y
hoy continúan participando del poder. Joshua Oppenheimer y un equipo donde
abundan los Anónimos -presumiblemente indonesios- filman a los mismos
represores, orgullosos de su pasado. Ellos empezaron como gangsters, inspirados
en el cine de género y con el modelo de Al Pacino y Marlo Brando. Por ese
motivo, el director les propone poner en escena, recrear los momentos más
importantes de su trayectoria, en una representación que actualiza sus
operativos. El resultado es espeluznante: los dos protagonistas –el capomafia,
líder del escuadrón de la muerte y su brazo derecho- no ahorran detalle a la
hora de vanagloriarse de sus métodos: maquillaje, ambientación, detalles de los
abusos, violaciones, torturas y procedimiento de la muerte “más limpia”, son
filmados siguiendo los patrones del western, del film noir, del cine de
gangsters, del musical. Después de todo, el cine siempre ha servido para la
propagación ideológica. En esas reconstrucciones, ellos se sienten totalmente
justificados, al punto que inventan que la palabra gangster, que los define, significa hombre libre…
El documento resulta
escalofriante, incómodo , molesto e ideológicamente ambiguo. Si bien los genocidas quedan
en ridículo sin necesidad de ningún comentario, y es la oportunidad de que esos
actos salgan a la luz de la opinión internacional, presenciar esas aberraciones
que permanecen en total impunidad produce un rechazo total, y uno se cuestiona
por la cuestión ética de presentar semejante regodeo. Tenemos experiencia en el
tema, hemos visto a los represores argentinos ufanarse de lo que han hecho, y el
efecto es similar. En el caso de Indonesia, para colmo, esas acciones han
devenido modelos para un inmenso grupo paramilitar fascista, que hoy también comparte
el poder. El final resulta el momento de mayor duda: después de varias
representaciones del horror, el líder parece vivir un quiebre, psicológico y
físico, en una suerte de arrepentimiento, cuando se coloca en lugar de sus
víctimas, y el director interviene como la voz de su conciencia. Algo que
encontré totalmente inverosímil, difícil de creer después del sadismo que se ha
mostrado tan banalmente.
En The Act of Killing el cine se cuestiona a
sí mismo, y demuestra que ningún plano es inocente, sino una cuestión de ética.
Josefina Sartora
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