7 de mayo de 2013

Bafici 2013. Última nota


La tierra tiembla

Varios son los documentales interesantes sobre la situación política internacional contemporánea, exhibidos en el Bafici, que junto con el Doc Buenos Aires constituyen espacios privilegiados para ver un cine diferente.

El drama que vive el pueblo palestino está reflejado en buena cantidad de películas que realizan tanto palestinos refugiados en otros países como documentalistas de todo origen. Esos testimonios llegan a todos los festivales, que son el ámbito casi exclusivo para verlos, porque carecen de otro tipo de distribución, y el Bafici proyecta cada año algunas de ellos.


En Competencia Internacional se presentó A World not Ours, de Mahdi Fleifel. Filmada por un palestino residente en Dinamarca, que cada año regresa a pasar sus vacaciones de verano en Ain al-Hilweh, un campo de refugiados palestinos en Líbano, donde se trasladaron sus abuelos cuando debieron abandonar sus tierras en 1948, por la creación del Estado de Israel en tierras palestinas.

He visto esos campos de refugiados, similares a nuestra villa 21, ya que las condiciones de vida de sus habitantes son más que precarias: carecen de muchos derechos por ser extranjeros, y sobreviven practicando un mínimo comercio dentro de su comunidad. El único momento de felicidad ocurre durante el Mundial de fútbol, cuando todos se reúnen para vivar a sus selecciones. Porque no tienen una propia, sus favoritas son las de Italia, Alemania, España, Brasil. Mahdi Fleifel registra la vida cotidiana de sus amigos jóvenes y de los adultos mayores en ese dédalo de construcciones arracimadas, superpuestas, donde en un kilómetro cuadrado se agolpan 70.000 refugiados que pasan la vida ansiando otra. Sus amigos desean salir de ese laberinto cerrado, claustrofóbico, aun sabiendo que es lo más probable que sean deportados si los descubren en otro país. Y los mayores evocan el pasado en su propia tierra y anhelan el momento en que Israel ceda por una u otra causa y recuperen su nación. Mientras tanto, son parias. Es tal la confusión del director –nacido en Dubai, vive en Dinamarca, toma vacaciones en Ain al-Hilweh compartiendo sus precarias condiciones de vida-, que le resulta difícil asumir su propia nacionalidad, y muestra una posición ambigua durante una visita a Israel. Con humor e inteligencia, un film brutal, realizado para que las nuevas generaciones no olviden.


Otro film sobre el conflicto se presentó en la sección Panorama: 5 Broken Cameras, de Emad Burnat y Guy Davidi. Cinco fueron las cámaras que utilizó Emad Burnat para registrar el abuso de los colonos y las tropas israelíes en tierras ocupadas de Palestina a lo largo de varios años. Cinco fueron las cámaras que los soldados destruyeron, una a una, cuando no querían que se registrara su avance sobre las tierras palestinas de Bil´in para dar lugar a los asentamientos israelíes, ocupando tierras cultivables, descerrajando de raíz los olivos, o quemándolos en pie. Varios fueron también los hermanos de Burnat que fueron llevados detenidos por el ejército, uno después de otro, cuando salían a manifestar como una forma de resistencia pacífica frente a las fuerzas armadas, o por la construcción de un muro o cerca, que les impide moverse en sus tierras. También el director fue arrestado, por filmar la represión. Mientras tanto, con esas mismas cámaras Emad registra cómo sus hijos crecen mientras su familia y sus compatriotas son más y más cercados, arrestados o asesinados. La resistencia de los palestinos consiste en manifestar, con las manos vacías o a lo sumo, con algunas piedras del camino.

El film, rodado por Burnat, fue editado por Guy Davidi, director y profesor de cine israelí. Todo habla sobre el poder de la cámara y del cine como instrumento de protesta pacífica, al tiempo que registra la brutalidad de las condiciones de vida bajo ese régimen opresor.


Entre los documentales que registran las convulsiones mundiales, el más curioso, que estremece y provoca una reacción visceral, es The Act of Killing, pieza única, documental sobre la acción de los represores en Indonesia, quienes desde 1965 exterminaron a unos dos millones y medio de opositores al régimen bajo el pretexto de ser comunistas, y hoy continúan participando del poder. Joshua Oppenheimer y un equipo donde abundan los Anónimos -presumiblemente indonesios- filman a los mismos represores, orgullosos de su pasado. Ellos empezaron como gangsters, inspirados en el cine de género y con el modelo de Al Pacino y Marlo Brando. Por ese motivo, el director les propone poner en escena, recrear los momentos más importantes de su trayectoria, en una representación que actualiza sus operativos. El resultado es espeluznante: los dos protagonistas –el capomafia, líder del escuadrón de la muerte y su brazo derecho- no ahorran detalle a la hora de vanagloriarse de sus métodos: maquillaje, ambientación, detalles de los abusos, violaciones, torturas y procedimiento de la muerte “más limpia”, son filmados siguiendo los patrones del western, del film noir, del cine de gangsters, del musical. Después de todo, el cine siempre ha servido para la propagación ideológica. En esas reconstrucciones, ellos se sienten totalmente justificados, al punto que inventan que la palabra gangster, que los define, significa hombre libre

El documento resulta escalofriante, incómodo , molesto e ideológicamente ambiguo. Si bien los genocidas quedan en ridículo sin necesidad de ningún comentario, y es la oportunidad de que esos actos salgan a la luz de la opinión internacional, presenciar esas aberraciones que permanecen en total impunidad produce un rechazo total, y uno se cuestiona por la cuestión ética de presentar semejante regodeo. Tenemos experiencia en el tema, hemos visto a los represores argentinos ufanarse de lo que han hecho, y el efecto es similar. En el caso de Indonesia, para colmo, esas acciones han devenido modelos para un inmenso grupo paramilitar fascista, que hoy también comparte el poder. El final resulta el momento de mayor duda: después de varias representaciones del horror, el líder parece vivir un quiebre, psicológico y físico, en una suerte de arrepentimiento, cuando se coloca en lugar de sus víctimas, y el director interviene como la voz de su conciencia. Algo que encontré totalmente inverosímil, difícil de creer después del sadismo que se ha mostrado tan banalmente.

En The Act of Killing el cine se cuestiona a sí mismo, y demuestra que ningún plano es inocente, sino una cuestión de ética.

Josefina Sartora

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