Baremboim y la orquesta Divan
La labor
de Daniel Baremboim y la West-Eastern Divan Orchestra cobró una significación
de suma importancia en su visita a Buenos Aires. Dada la circunstancia trágica
que atraviesa la humanidad en estos días, la tarea que realizan los músicos
demuestra que –al contrario de las opiniones fundamentalistas que sólo
consideran opuestos irreconciliables- la convivencia, tan pacífica como
fructífera, es posible.
Baremboim
practica la magia. Nacido argentino, con doble nacionalidad israelí y
palestina, trabaja con músicos jóvenes (algunos muy jóvenes) de distintas
culturas, aparentemente enfrentadas: judíos y árabes, o diferentes, los españoles.
Y con ellos ejecuta músicas también dispares, logrando de su orquesta una
sonoridad exquisita.
Ya
habíamos escuchado a la orquesta Divan en ocasión de su gira anterior a Buenos
Aires, en 2010, y quedó registrado en Claroscuros. También hemos estudiado la
obra del palestino Edward Said –cofundador de la orquesta junto a Baremboim- y
la pesada herencia que el siglo XXI ha recibido del conflicto abierto después
de la Guerra Mundial.
Tuve la
fortuna de presenciar dos conciertos de la orquesta Divan: uno al aire libre,
en el escenario montado junto al Puente Alsina, en pleno barrio de Pompeya, donde
acudió un público multitudinario en el Día del Niño. Allí dieron un recital
Ravel, con obras que habían ejecutado en el Colón: Rapsodia española, Alborada
del gracioso, Preludio a la siesta de un fauno, y
no podía faltar el popularísimo Bolero. El público en general suele
apreciar y aplaudir las músicas más brillantes, los momentos de lucimiento de
los solistas y la orquesta en las marcaciones más fuertes y en las tonalidades
mayores. La música de Ravel, por el contrario, exige sutileza, delicadeza para
ejecutar los pianissimi, para
respetar los silencios, para modular con ingenio del piano al forte. Eso es lo
que pudimos apreciar en ese recital: sutileza y sensibilidad latinas. Más allá
de algún fallo en algún instrumento, perdonable. La Divan no es la Filarmónica
de Berlin, que siempre suena sin un defecto, impecablemente. Durante el Bolero,
el maestro depositó la batuta, se cruzó de brazos, y apenas esbozó algunos
gestos durante la ejecución, en un alarde directorial.
La
segunda experiencia fue en el Colón, con la programada versión de concierto de Tristán
e Isolda. Baremboim eligió Wagner, toda una decisión política, después
del fuerte repudio que vivió en Israel, donde se le prohibió tocar la música
del compositor, considerado enemigo de la raza. Cuestionada y cuestionable
versión, la de concierto, teniendo en cuenta que se ejecutó en el marco del
abono de ópera. Más curioso aún resultó que en la primera parte hayan ejecutado
el concierto Nº 27 para piano y orquesta
de Mozart, con Baremboim en el doble rol de director y solista. El maestro
conoce tan bien los conciertos de Mozart casi como las sonatas de Beethoven que
ejecutó en su gira anterior, y el concierto sonó de maravilla, con él al piano,
a espaldas del público, dirigiendo casi a ojos cerrados.
La
versión de Tristán se desarrolló con un preludio para concierto -diferente del de la ópera, pedido a gritos
por el público-, todo el segundo acto y la muerte de amor del último acto. De
esta manera, la ópera deviene otra cosa, otra pieza musical. Y Baremboim le
imprimió una profundidad y una carga dramática impresionante. Lamentablemente,
los solistas cantaron sobre una tarima al fondo del escenario, ocupado por toda
la orquesta, lo que restó algo de brillo sus voces. Sin embargo, el elenco fue
magnífico, y se lucieron sobre todos la soprano Waltraud Meier en su ya
legendario rol de Isolda y el bajo René Pape como el rey Marke. A su lado una
excelente Ekaterina Gubanova, Peter Seiffert y Gustavo Lopez Manzitti.
Al
terminar ambos conciertos, Baremboim dijo unas breves pero significativas
palabras, apelando a la paz y la convivencia. De la música como arma de paz.
Josefina
Sartora
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