Ficunam 2015. 1ª
nota
Es esta la quinta edición
que realiza el Ficunam (Festival Internacional de Cine Universidad Autónoma de
México), es decir, un festival joven, que nació después de que el FICCO acabara
sus días. Dirigido por la joven y apasionada Eva Sangiorgi, tiene la gran
virtud de contar como programador a nuestro colega de Córdoba Roger Koza, uno
de los críticos más valiosos de Argentina, también programador en el Festival
de Hamburgo. Y la programación es excelente, sin desperdicio, ni rellenos,
evidencia que hay un criterio en la selección.
Después de veinte años de
haber estado aquí por primera vez, encontré México con una pujanza admirable,
un ímpetu y una voluntad de acción arrolladoras. La ciudad ha crecido
desmesuradamente, lo cual trae problemas urbanos serios, y sigue siendo una de
las más pobladas del mundo. Las proyecciones del Ficunam están bastante
concentradas en las instalaciones del Centro Cultural de la Universidad
Autónoma de México, un complejo admirable que cuenta con varias salas de cine,
dos de teatro, un auditorio para música y el magnífico edificio del Museo
de Arte Contemporáneo.
El Festival abrió con la
proyección de Pasolini, ya comentada en mi cobertura del Festival de Venecia,
un día antes de lo programado, porque la ciudad de México está hoy muy convulsionada.
Con conflictos sociales, manifestaciones de todo tipo y color y sobre todo, el
recuerdo vivo de los 43 jóvenes desaparecidos hace 5 meses, sin que aún se den
explicaciones, un crimen que algunos comparan con la matanza de Tlaltelolco de
1968, crímenes que no tienen perdón.
El Festival tiene una
sección de Competencia Oficial, otra de Competencia de cine mexicano, novedades
internacionales y varias secciones dedicadas a distintos directores. Una de ellas
la ocupa la retrospectiva del ucraniano Sergei Loznitsa –quien dará una clase
magistral- un director cuyos documentales felizmente hemos podido ver gracias
al Doc Buenos Aires. Habrá una sección dedicada a pueblos originarios, un
homenaje a Harum Farocki y entre otras, la más esperada –para quien esto
escribe-, la dedicada al veterano director uzbeko Ali Kahmraev, cuyo cine no ha
llegado a Buenos Aires (y esperamos que llegue a México, si la burocracia rusa
permite el envío de sus cintas). El cine argentino está presente con las
películas que están transitando por los festivales: La princesa de Francia, de
Matías Piñeiro, Jauja, de Lisandro Alonso y Dos disparos, de Martín Rejtman,
miembro del Jurado de la Competencia Internacional.
Mi primer film fue un
impresionante documental del inefable Lav Diaz, Los niños de la tormenta, libro 1,
una obra en blanco y negro que documenta con rigor los efectos y consecuencias
que causó un tifón en las costas filipinas. Los largos planos iniciales dan muestra
de lo que fue la tormenta: la lluvia torrencial, las corrientes de agua que
atraviesan la ciudad y la inundan. Después del diluvio, se pone en descubierto
la precariedad en que vive un pueblo costero, cuyos niños salen en busca de
algo rescatable en la basura. Los niños
de la basura podría ser su título alternativo, ya que incansablemente transitan
y hurgan en ella, todavía bajo la lluvia. En 143 minutos –film corto para Diaz-
son pocos los planos, casi todos fijos, excepto aquellos que acompañan a algún
personaje en su deambular –es patético el muchacho que carga enormes baldes de
agua hasta su precaria vivienda: el agua que lo domina todo, paradójicamente,
no es corriente. Barcos inmensos averiados por el tifón acentúan la
vulnerabilidad de la población, cuyas casas parecen cáscaras de cartón a merced
del temporal, al igual que sus vidas. Pero sin embargo, los niños no pierden su
entusiasmo juvenil, poniendo alegría al drama.
En Competencia
Internacional vi La corte, opera prima del director indio Chaitanya Tamhane que
en Venecia ganó el premio Orizzonti para el cine más nuevo, y que no pude ver
allí. Se trata de un film judicial colocado en las antípodas de lo que nos
tiene acostumbrados el género cultivado por Hollywood, y también lejos de Bollywood o de Amor a la carta. El juicio a un cantante
popular y activista político se convierte en un cuadro de situación tanto del
sistema judicial de India, como de la realidad social del país. El hombre
está acusado de instigar al suicidio a un trabajador que murió asfixiado en una
alcantarilla. Todo un proceso absurdo a través de sus vericuetos judiciales se
lleva a cabo durante meses, poniendo al desnudo la incongruencia de las leyes
indias dictadas durante la ocupación británica en el siglo XIX. Tamhane elige
un tratamiento distante, de planos generales, neutros, sobrios, y un realismo
seco, para los momentos del juicio. Más interesante son las escenas que tienen
lugar fuera del mismo, que retratan a sus protagonistas: el abogado es miembro
de una élite social culta y económicamente acomodada, que ha elegido una
posición progresista, ser defensor público y trabajar por los derechos humanos.
La fiscal en cambio pertenece a una clase más modesta, más cercana
paradójicamente al acusado. Más allá de este esquema algo remanido, es
interesante cómo su cotidianeidad y la del juez –en una coda innecesaria,
superflua, cuando ya el film había terminado dignamente- y en el juicio que se
lleva a cabo, se van poniendo en claro condiciones de vida y trabajo, de
burocracia, injusticia y represión en un fresco de la situación en India.
Josefina Sartora
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