15 de junio de 2016

Sobre el arte contemporáneo, a partir de Dido y Eneas


La extraordinaria puesta en escena reciente de Sacha Waltz de la ópera de Henry Purcell Dido y Eneas (1682) en el Teatro Colón provoca la reflexión sobre la actualidad del arte contemporáneo y la respuesta del público al mismo. Creíamos estar ya familiarizados con la inespecificidad de las formas artísticas contemporáneas, con la traslación que se ha realizado de los géneros puros, o de los campos específicos del arte, a la hibridación, dicho con sentido valorativo, de las diversas artes. Ya las fronteras entre una y otra producción se han borrado, o han devenido lábiles y difusos los límites disciplinarios entre una y otra. Ya no se habla de artes específicas puras, y pintura y escultura, teatro y danza, y en cine y literatura ficción y realidad o documento, conviven en una renovación del campo artístico que enriquece  la obra, caracterizada por la indeterminación y la diversidad, la potencia de lo efímero, y por la pluralidad de interpretaciones.

Ya Wagner apuntaba a un “arte total” con su obra, que incluía teatro, música, mito, poesía. Esa ha sido la propuesta de Waltz con esta nueva concepción de ópera-ballet de Dido y Eneas, versión que estrenó en 2005 en Alemania y se ha presentado en varias ciudades del mundo. ¿Cómo poner en escena una obra barroca en pleno siglo XXI? Un siglo convulsionado por la violencia de una situación bélica permanente, por el cruce de culturas motivado por la transmigración de pueblos enteros a otros países, que ponen a diario en evidencia la impermanencia de las tradiciones, la movilidad de los límites, la relatividad de las diferencias. La decisión de Waltz no pudo ser más audaz, y al mismo tiempo, acertada. Siendo una coreógrafa notable en la danza contemporánea, era de esperar que concibiera esta obra como una fusión de las artes que practica, y propusiera esta suerte de tragedia danzada, o musical operístico, u ópera coreográfica, o como quiera que se la llame, si es necesario clasificarla de alguna determinada manera. Que no me parece. El resultado es único, diferente a todo, no se parece profundamente a nada de lo ya probado y conocido. De allí tal vez el asombro de tantos, y el rechazo de algunos espíritus refractarios.

¿Cómo no asombrarse de ese prólogo en forma de ballet ejecutado dentro del agua de esa piscina transparente, en una performance espectacular, en la que los bailarines-nadadores parecían escuchar la música bajo el agua? Cómo no desorientarse cuando se veía a un bailarín poner el cuerpo a un Eneas llegando a Cartago procedente de Troya, mientras el barítono Reuben Willcox –ejecutando un protagonismo duplicado- ponía el timbre dramático de su voz para su aria, confundido entre el cuerpo de baile? ¿Y qué decir del espectáculo que brinda el coro Vocalconsort de Berlín que, además de cantar, baila, quebrando la inmovilidad tradicional -o por lo menos precaria- de los coros de ópera? Que por lo demás ejecuta movimientos escénicos muy plásticamente, confundido con los bailarines, en ese escenario desnudo. Sólo por haber logrado esta innovación, Waltz merecía la larga ovación que siguió al final de la obra.


Sin embargo, los puristas pudieron ofuscarse frente a la adición de obras de Purcell que no formaban parte original de esta ópera. Piezas instrumentales que permiten desdecir a todo aquel que sostenga que la música barroca no es bailable. Waltz ideó una coreografía abstracta, vital y de una belleza formal pura, que llega incluso a desarrollarse en momentos de silencio absoluto. Que por cierto fue alterado por aquellos espectadores airados que se marchaban ruidosamente ¡ante los desnudos de espaldas!, o bufaban, y despotricaban de viva voz en los pasillos del Colón, en una absoluta falta del respeto por el arte y por su público.  Para todos ellos acaba de estrenarse Doña Rosita la soltera, en una versión tan clásica como convencional y carente de imaginación o vuelo, y que emana cierto aroma a rancio. Que vayan a verla, y saldrán deleitados. A cada uno, lo suyo.

El Colón tiene una tradición conservadora, cada vez que se ha actualizado una obra ha sobrevenido la reacción de los puristas, que no aceptaron que El holandés errante, por ejemplo, esperara su equipaje frente a la cinta de un aeropuerto, como lo quiso Alejandro Kuitka. Cierto espíritu pacato, de reacción frente a lo nuevo, a lo diferente, con resistencias a quebrar lo establecido se niega todavía a aceptar el arte contemporáneo, la singularidad de una obra que no obedece a parámetros previos.


Son tantos los elementos que Sacha Waltz pone en juego –vestuario cambiante, atemporal y de época, episodios teatrales sin música, momentos de silencio absoluto, personajes duplicados y triplicados, el coro que canta desde la platea, estupendas coreografías aéreas-, que resulta lógico que no haya uniformidad pareja en el conjunto. Hay momentos de alta intensidad dramática –los previos a la muerte de Dido, sacrificando su amor prohibido por Eneas- que se elevan por sobre otros algo banales, como la lección de teatro. Pero esta heterogeneidad descentrante constituye una elección, y es respetable, más allá de los gustos personales.

Que los instrumentos –todas cuerdas más percusión-  fueran los de la prestigiosa y excelente orquesta Akademie Für Alte Musik Berlin bajo la conducción de Christopher Moulds constituyó la conjunción ideal para lo que sucedía en el escenario.


Josefina Sartora

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