1 de julio de 2016

Roland Barthes, el hijo de su madre




Presentación del personaje
Nació en Cherburgo el 12 de noviembre de 1915, pasó infancia y adolescencia en Bayona en el País Vasco, tuvo su casa de vacaciones en esa región, en Urt, ciudad natal de su madre, hasta el fin de su vida, y allí está enterrado.
Criado entre mujeres –su padre murió durante la Primera Guerra- su madre fue el gran amor de su vida, con quien vivió siempre, hasta que ella muere en 1977 y él queda devastado. Muerta ya, Barthes sólo soñaba con su madre. Ella fue el sostén de una familia burguesa venida a menos, trabajaba duramente como encuadernadora. En su juventud Roland sufrió de tuberculosis, lo cual le valió varios períodos de internaciones y le impidió participar en el frente de la Segunda Guerra, aunque perteneció a grupos de la Resistencia. 
Por un lado protestante y fanático del orden, por otro asiduo frecuentador de bares gays en Paris y explorador de aventuras sexuales en Túnez y Marruecos, aunque nunca reconoció públicamente su homosexualidad. Tal vez estas escapadas se debían al deseo de ocultar su identidad sexual ante su madre, quien según Barthes “nunca le hizo una sola ‘observación’”.
Amigo leal y amable, generoso, entre las amistades –que compartía con su madre- estaban Julia Kristeva y su marido Philippe Sollers,  fundador de la revista Tel Quel. Su vida seguía un orden: estudiaba y escribía (a mano) durante las mañanas, dormía la siesta, tocaba el piano todas las tardes por el solo goce de tocar, sin dominar la digitación, tomó lecciones de canto, escribió sobre música y dio cursos sobre la voz. Pintaba gouaches y acuarelas y dibujaba  una vez por semana, también a manera de diversión gozosa. Sus lecturas matutinas estaban relacionadas con su trabajo y por la noche, sus lecturas eran los clásicos.
Entonces: tuberculoso, hedonista, zurdo y homosexual. En febrero de 1980, al parecer cuando regresaba de almorzar con François Mitterrand para expresarle su apoyo antes de las elecciones, fue atropellado por la camioneta de una lavandería –cuyo conductor no está registrado- en la rue des Écoles, frente al Collège de France. Nunca se recuperó, tuvo complicaciones pulmonares, sus amigos dijeron que abandonó todo deseo de luchar por su vida, y murió un mes después del accidente.

Mitologías (1957) inaugura su lugar público, es la primera etapa de la trayectoria del autor, la de su interés por la sociología y la antropología. Diversos temas míticos, sobre todo de la cultura francesa, despiertan sus reflexiones: el turismo, la publicidad, el streap tease y el music hall, la alimentación hasta el Citroën gestaron una nueva crítica o filosofía de la cultura. Con Mitologías, Barthes inaugura una Semiología de la cultura y la vida cotidiana que va más allá de la lingüística, y realiza esta operación considerando la mitología como un sistema semiológico, con un signo, un significante y un significado.

En los ‘60 fue uno de los máximos representantes del estructuralismo, fundador de la semiología, la cual concibe como una práctica interpretativa crítica del mundo, con un objetivo político: desmontar el mecanismo de naturalización de la cultura por el discurso burgués, y a través de ella quiere realizar una reflexión crítica de los discursos que forman la sociedad. Aunque llegó un momento en que se dio cuenta de que la semiología había llegado a su techo.
Fundador de la nueva crítica -o la nouvelle critique- con la revista Tel quel, Barthes ha reflexionado mucho sobre la crítica misma, sobre el lenguaje que habla sobre el lenguaje. Con el apoyo del psiconálisis, valora el peso simbólico del lenguaje, o el valor lingüístico del símbolo. La crítica desdobla los sentidos, hace flotar un segundo lenguaje sobre el original de la obra, que el crítico debe dilucidar.
La crítica estructural busca reconstruir el objeto para descubrir las reglas con las que funciona. El análisis literario debe realizarse sobre el texto mismo y no sobre contextos ajenos a él, como la biografía del autor, o el momento histórico, etc.

En su etapa postestructuralista desarrolló el análisis de la alimentación en varios textos, uno de ellos dedicado a Brillat-Savarin. Barthes presenta la comida como discurso y como hecho social general, donde confluyen diversos metalenguajes en la búsqueda del goce (la fisiología, la geografía, la historia, la economía, la antropología). En 1961 Publica Para una psicosociología de la alimentación, y enfoca la alimentación como sistema de signos, como estructura de comunicación. Así, la comida es un conjunto de palabras (los ingredientes) que se organizan según una gramática (las recetas) y una sintaxis (el orden de los platos, el menú) y una retórica (lo que se dice de y con la comida). También, como el lenguaje, la comida posibilita la identidad e intercambio entre grupos sociales, el cual, con los préstamos, llega a modificar el sistema sociocultural. Los alimentos están culturizados, según una geografía e historia común. La comida se asocia así a signos culturales, y ha pasado a ser referente protocolar.

Nada parecía serle ajeno: elaboró un discurso crítico sobre historia, moda, literatura (Michelet, Gide, Balzac, Tolstoy, Fourier, Brecht, Flaubert, siempre), publicidad, pintura (Arcimboldo, Cy Twombly, Bernard Réquichot, el pop art), el Japón y su cultura, la música y la voz, descifrando los signos en cada uno de ellos. El estudio de la significación devino para Barthes su manera de reflexionar sobre el mundo moderno. Por otro lado reivindica el placer de la lectura, un estudioso que ha titulado a uno de sus ensayos El placer del texto.
Trabajaba sobre un fichero que ha devenido famoso, con fichas sobre toda clase de palabras y temas. Algo de aquel fichero se ha trasladado al estilo de Barthes, cuyos textos poseen una escritura fragmentaria, impresionista diría.

Plasmará ese fichero en una obra inclasificable, Fragmentos del discurso amoroso (1974-76), un discurso sobre el amor que podría ser sobre su propia forma de amar. Nacido de frases y palabras emblemáticas constitutivas de los textos de amor, a partir del análisis del discurso amoroso del Werther de Goethe, Barthes lo cruza con el Tristán y con Proust, mezclados con Sartre, Balzac, Lacan, Nietzsche y los griegos. Barthes emula el discurso del sujeto enamorado. Y atraviesa una reflexión sobre lo cotidiano, excediendo lo amoroso. Escrito en primera persona,  el autor proyecta su propia experiencia en lo que podrían considerarse reflexiones y vivencias autobiográficas sobre su peculiar experiencia amorosa, en una escritura discontinua, ordenada alfabéticamente. Desde ítems como abrazo, abismarse, agonía, ausencia, pasando por celos y rapto, hasta suicido y ternura, proclama el estado de desesperación del sujeto amoroso, su vulnerabilidad y dolorosa dependencia. Casi una novela, el libro tuvo mayor éxito de ventas que sus trabajos críticos.

Esta obra inicia su trilogía final, el paso de una mirada estructuralista a una filosofía del sujeto, en la que el escritor Barthes pasa a ser el protagonista de su obra, él está presente en el nivel de la enunciación, en lo cual algunos han visto una postura narcisista. En simultáneo con el padecimiento en el amor, publica Barthes según Barthes (1975), suerte de biografía íntima en la que se afirma en lo imaginario, con retratos familiares y opiniones sobre la variedad de temas que le interesan, heterogéneos, siempre con su escritura fragmentaria.

Barthes actúa en Las hermanas Brontë de André Techiné

La fotografía según Barthes
En diversas ocasiones encaró Barthes el análisis de la imagen fotográfica y su estatuto de documento de la realidad. La imagen fotográfica “transmite la escena en sí, lo real literal”. Esa perfecta analogía es la que define la fotografía.
En su ensayo El mensaje fotográfico (1964, revista Communications) Barthes realiza un primer análisis semiológico de la fotografía, seco, teórico, muy diferente del que será su último libro, dedicado a la fotografía: La cámara lúcida (1979). En aquel primer momento, su interés estaba en el studium, es decir, en el análisis teórico y descriptivo de la imagen: connotación, denotación y los procedimientos de connotación: el trucaje, que puede alterar la connotación de una imagen, la pose cargada de significación, los objetos que pueden ser símbolos disparadores de ideas, la fotogenia o la imagen embellecida artificialmente (esto antes de que se difundiera el fotoshop), e incluso la sintaxis entre varias fotografías relacionadas, que pueden construir entre sí un relato.
Si bien toda imagen tiene dos mensajes, el denotado que es el analogon en sí, y el connotado que es la lectura que la sociedad hace de ella, la fotografía realista, como lo es la periodística, no deja lugar para un mensaje secundario o connotado. Es plenamente analógica, puramente denotante, y toda descripción que se hiciera de ella cambiaría su estructura, quebraría su objetividad. Pero se da la paradoja de que el mensaje denotado contiene significados, valores. En notas posteriores, al analizar los retratos que realiza Richard Avendon, o los paisajes de Daniel Boudinet, Barthes descifra esos significados míticos, esos valores.
En su trabajo Retórica de la imagen, analiza la imagen publicitaria: una fotografía de los fideos Panzani da lugar a toda una elaboración sobre los mensajes contenidos en la imagen. Al menos en publicidad, no se encuentra nunca una imagen literal en estado puro.

Desarrolla el análisis semiológico en uno de sus últimos libros, La cámara lúcida (1979). Suerte de testamento, escrito tras la muerte de su madre y pocos meses antes de su propia muerte. Libro crepuscular, elabora un estudio fenomenológico muy particular de la imagen fotográfica como un tratado sobre el transcurrir del tiempo, la nostalgia por lo que ya no está, y por supuesto, la muerte.
Como sus otras obras finales –Barthes por Barthes y Fragmentos del discurso amoroso-, el autor presenta en ellas su propia subjetividad, por oposición a sus primeras obras, más enfocadas en lo social. Ahora pone el cuerpo a sus teorías. Al psicoanálisis, al análisis sociológico, a la semiología, Barthes añade ahora el sujeto, y cómo este es afectado por la fotografía.
Lo que caracteriza a la fotografía –que Barthes prefiere al cine- es que reproduce al infinito algo que no puede ser repetido existencialmente, algo que ocurrió una sola vez. La fotografía muestra lo que es, lleva su referente consigo, unidos indisolublemente, en una inmovilidad. No hay foto sin algo o alguien que se adhiere a la fotografía, y ya no vemos el objeto fotografía sino la realidad allí representada. En fotografía, esto es una pipa.
A Barthes no le interesa el análisis técnico de la fotografía, ni el histórico, ni el sociológico. Le interesa el referente, el cuerpo representado, y sobre todas, las que tienen valor personal, las que importan para él. A través de ellas busca encontrar lo fundamental que constituye la fotografía. Le interesa el sujeto mirado y el sujeto mirante. Cuando él es fotografiado -dice-, se pone en actitud de posar, se construye otro cuerpo, se transforma en imagen. Y con ella, busca que se pueda captar una actitud moral suya, quisiera que su imagen coincidiera siempre con su “yo” profundo, pero eso es imposible, la imagen es inmóvil y el yo es ligero, disperso. En el momento de ser fotografiado, el sujeto deviene objeto, en una experiencia de la muerte, deviene espectro.
A partir de la observación de numerosas fotos, Barthes establece ciertos parámetros, ciertas reglas estructurales. Lo primero, tratar de dilucidar qué es lo que lo hace vibrar ante una foto: esa atracción la denomina aventura, tal foto lo adviene, lo anima.

Por otro lado, la fotografía que lo anima es aquella que posee elementos heterogéneos, que comporta una cierta dualidad en sí misma. Esta dualidad es la que Barthes denomina studium y punctum, a falta de mejores palabras en francés. El studium es el campo de interés, una inclinación general hacia determinadas fotografías, ya sea por su interés cultural, por lo formal, o lo que sea. Pero de ese studium general emerge un detalle que sale a punzarlo: es un punto, una marca, un pinchazo, una herida, es el punctum. No le interesan las fotos que carecen de punctum, las que no lo movilizan, las que se mantienen en el plano del studium. El studium supone armonizar con el interés del fotógrafo, se establece un diálogo entre este y el espectador.
Pero a veces un detalle de la foto llama mi atención, y eso cambia la foto: es el punctum. Lo que me punza y atrae mi mirada puede ser cualquier tipo de detalles: un elemento del vestido, el contraste entre los personajes fotografiados, la gracia de un gesto, un detalle descentrado, un elemento expresivo en el paisaje. Un algo de la foto tiene una fuerza expansiva, despierta en mí la curiosidad, la ternura, el rechazo, la posibilidad de la relación metonímica, o de ver un todo abarcativo reflejado en ese detalle. El punctum me hace vibrar, puede subyugarme, produce en mí un satori, un despertar estético. No hay códigos para el punctum. La condición –obvia- para que se produzca el efecto del punctum es que éste no esté puesto allí intencionalmente por el fotógrafo, que no sea un artificio. Por eso no hay punctum en la foto pornográfica: el sexo está allí como un fetiche, mientras que en cambio la foto erótica no hace del sexo su objeto central, arrastra al espectador a su deseo fuera del marco, el punctum está más allá del campo.
Buscando el significado de la fotografía, las condiciones generales, de alguna manera tratando de establecer una semiología de la fotografía, Barthes la encuentra en el retrato, o como él dice, en la máscara. Los grandes retratistas son mitólogos, aquellos pocos que han logrado captar en el retrato la esencia de una clase, una época, un determinado grupo social. El resto, produce una fotografía que en todo caso puede inducir a pensar, y entonces, deviene subversiva.
En sus últimos libros, Barthes no cesa de hablar de sí mismo: de sus intereses, de sus preferencias, de sus elecciones. Sobre la fotografía de paisaje, asegura que un lugar lo invita si es habitable, si le sugiere el traslado a un tiempo utópico, o una vuelta atrás hacia el lugar donde es seguro haber estado, es decir, el vientre materno.

Richard Avendon. William Casby, nacido esclavo

El hijo de su madre
Después de su teoría sobre el punctum, Barthes vuelve nuevamente sobre sus investigaciones personales, y dedica una pieza desbordante de amor y ternura a su madre. Muerta ella, el hijo inicia una búsqueda proustiana en viejas fotografías, sabiendo que en su duelo nunca podría recuperar los rasgos maternos, nunca podría traerla nuevamente a su mente. Buscaba, en sus fotos de juventud, pero ninguna le resultaba realmente buena, no lograba reconocer a su madre, no podía resucitar el rostro amado. Los separaba la Historia, ese tiempo en que él no había aún nacido, y su madre era una persona que él no había conocido. Sólo podía encontrarla en los objetos familiares que la rodeaban. La reconocía por fragmentos, por diferenciación con otros, pero no la encontraba. Por lo tanto, esas fotografías eran parcialmente auténticas, por lo tanto, dolorosamente falsas. Y sin embargo, en cada fotografía encontraba el sentimiento que su madre ponía al posar.
Hasta que por fin la descubrió. En una foto en la que ella tendría cinco años, en la claridad de su rostro, en la ingenuidad, en su inocencia, en su dulzura. En esa niña veía él la mujer bondadosa en la que después se convertiría. Esa bondad, tan abstracta y particular, estaba ya en esa fotografía, que “reunía todos los predicados posibles que constituían la esencia de su madre”. Por una vez, la foto le generaba un sentimiento que era tan seguro como el recuerdo, la foto daba más de lo que podía esperarse de ella. Certificaba “la ciencia imposible del ser único”.
Si su trabajo El mensaje fotográfico de 1964 desarrollaba sus teorías desde el studium, La cámara lúcida constituye su reacción al punctum: a aquello que lo punza, que lo interpela, que lo azuza. Barthes remonta la muerte yendo hacia atrás en el tiempo con esa fotografía. (Barthes se pone muy sentimental, está muy conmovido al evocar a su madre – a quien define como “un alma particular”- y sus sentimientos ante esa fotografía.) Veamos lo que dice ante esta iluminación:
“Resolvía así, a mi manera, la Muerte. Si, tal como han dicho tantos filósofos, la Muerte es la dura victoria de la especie, si lo particular muere para satisfacer lo universal, si, después de haberse reproducido como otro que sí mismo, el individuo muere, habiéndose así negado y sobrepasado, yo, que no había procreado, había engendrado en su misma enfermedad a mi madre. Muerta ella, yo ya no tenía razón alguna para seguir la marcha de lo Viviente superior (la especie). Mi particularidad ya nopodría nunca más universalizarse (a no ser, utópicamente, por medio de la escritura, cuyo proyecto debía convertirse desde entonces en la única finalidad de mi vida). Ya no podía esperar más que mi muerte total, indialéctica.”
Barthes comprende que ha perdido un alma, algo irremplazable, y que lo que le quedaba de vida sería incalificable, sin cualidad.
Barthes comprende también que después de esa experiencia, sólo podría acercarse a la fotografía en relación con el amor y la muerte.

Roland y su madre Henriette

A partir de esa experiencia, Barthes trata de descubrir cuál es el referente privativo de la fotografía, en qué se diferencia de otros sistemas de representación. La fotografía da testimonio de la realidad de la cosa que se ha puesto en un momento del pasado frente a la cámara. Cuando miro una fotografía vuelvo al instante en que una cosa real se posó frente al objetivo. La presencia de la cosa no es metafórica, la foto certifica que existió, que fue real, que estuvo allí en determinado momento, frente a la cámara. La fotografía certifica la realidad, da testimonio de que lo que veo, ha sido, estaba allí. Ninguna pintura, ningún escrito puede proporcionar la certidumbre que da la foto. La fotografía da la certeza de que el pasado es tan real como el presente. El dispositivo tecnológico como indicio de la realidad. La fotografía no es una copia de lo real sino una “emanación de lo real en el pasado”. “El poder de autentificación prima sobre el poder de representación.”
Comparándola con el cine, Barthes considera que la fotografía contiene la imagen llena, completa, no hay sitio para más. Mientras que en el cine, al fluir, la imagen es empujada hacia otras, el mundo fílmico se escurre, con la seguridad de que la experiencia seguirá trascurriendo, mientras que en la foto no hay futuro.
Toda la excitación por plasmar la realidad en la fotografía constituye la manera en que nuestro tiempo asume la muerte.  La muerte no está ya en la religión ni en el rito, como sucedía antes, hoy la muerte reside en la fotografía, es el testigo de lo que ha sido.
Sin haber engendrado, Barthes sabe que con él acabará una rama de su familia, que esas fotos son el último rastro de la vida de sus padres, que una vez extinguido él, quemadas esas fotos, ya no quedará testimonio de ellos. Mientras tanto, las fotos dan testimonio que ellos han sido.
El punctum de toda foto es esto va a morir, o esto ha muerto, la certeza de la muerte que encierra todo retrato.

Por otro lado, la era de la fotografía coincide (¿o acaso provoca?) la irrupción de lo privado en lo público, o la publicidad de lo privado, o su consumo. A veces la fotografía nos mueve a buscar algo más en ella, entrando en la profundidad de ese papel,  tal vez lo logremos escrutándola, ampliando un detalle, o superponiendo fotos, como lo hicieron Marey y Muybridge, con la intención de llegar a la verdad, a alguna verdad. Eso ocurre cuando siento alguna retrato parecido a lo que entiendo por identidad, o a lo que se entiendo por alguien según su mito. Esa verdad es el alma del personaje, lo que está por detrás, por debajo de ese retrato, de esos rasgos, de ese gesto. El reflejo de cierto valor moral. Pero también la fotografía hace aparecer algo que no se percibe en el rostro real, algún rasgo familiar que revela la persistencia de la especie, del linaje, manifestando su esencia genética.
Hay un algo de locura en esto, en el sentimiento amoroso que puede despertar la fotografía, y la sociedad procura templar esta amenaza, ya sea transformándola en arte, ya sea generalizándola, haciéndole perder su excepcionalidad. Es lo que ha operado la sociedad en los últimos tiempos, transformando todo en imagen, en imagen universal, banalizando la imagen sin diferencias, ahogando el “éxtasis fotográfico”.

La cámara lúcida es un libro amable, que se lee con emoción, y además un libro de teoría. El mismo ha dicho que es simétrico con respecto de los Fragmentos de un discurso amoroso, pero del orden del duelo.


 Josefina Sartora

(Trabajo presentado el jueves 30 de junio de 2016 en el Seminario de los Jueves)

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