Roland Barthes, el hijo de su madre
Presentación del personaje
Nació en
Cherburgo el 12 de noviembre de 1915, pasó infancia y adolescencia en Bayona en
el País Vasco, tuvo su casa de vacaciones en esa región, en Urt, ciudad natal
de su madre, hasta el fin de su vida, y allí está enterrado.
Criado entre
mujeres –su padre murió durante la Primera Guerra- su madre fue el gran amor de
su vida, con quien vivió siempre, hasta que ella muere en 1977 y él queda
devastado. Muerta ya, Barthes sólo soñaba con su madre. Ella fue el sostén de
una familia burguesa venida a menos, trabajaba duramente como encuadernadora. En
su juventud Roland sufrió de tuberculosis, lo cual le valió varios períodos de
internaciones y le impidió participar en el frente de la Segunda Guerra, aunque
perteneció a grupos de la Resistencia.
Por un lado
protestante y fanático del orden, por otro asiduo frecuentador de bares gays en
Paris y explorador de aventuras sexuales en Túnez y Marruecos, aunque nunca
reconoció públicamente su homosexualidad. Tal vez estas escapadas se debían al
deseo de ocultar su identidad sexual ante su madre, quien según Barthes “nunca
le hizo una sola ‘observación’”.
Amigo leal y
amable, generoso, entre las amistades –que compartía con su madre- estaban
Julia Kristeva y su marido Philippe Sollers, fundador de la revista Tel Quel. Su vida seguía un orden: estudiaba y escribía (a mano)
durante las mañanas, dormía la siesta, tocaba el piano todas las tardes por el
solo goce de tocar, sin dominar la digitación, tomó lecciones de canto,
escribió sobre música y dio cursos sobre la voz. Pintaba gouaches y acuarelas y
dibujaba una vez por semana, también a
manera de diversión gozosa. Sus lecturas matutinas estaban relacionadas con su
trabajo y por la noche, sus lecturas eran los clásicos.
Entonces: tuberculoso,
hedonista, zurdo y homosexual. En febrero de 1980, al parecer cuando regresaba
de almorzar con François Mitterrand para expresarle su apoyo antes de las
elecciones, fue atropellado por la camioneta de una lavandería –cuyo conductor
no está registrado- en la rue des Écoles, frente al Collège de France. Nunca se
recuperó, tuvo complicaciones pulmonares, sus amigos dijeron que abandonó todo
deseo de luchar por su vida, y murió un mes después del accidente.
Mitologías (1957) inaugura su lugar público, es la primera etapa
de la trayectoria del autor, la de su interés por la sociología y la
antropología. Diversos temas míticos, sobre todo de la cultura francesa,
despiertan sus reflexiones: el turismo, la publicidad, el streap tease y el music hall,
la alimentación hasta el Citroën gestaron una nueva crítica o filosofía de la
cultura. Con Mitologías, Barthes
inaugura una Semiología de la cultura y la vida cotidiana que va más allá de la
lingüística, y realiza esta operación considerando la mitología como un sistema
semiológico, con un signo, un significante y un significado.
En los ‘60 fue uno
de los máximos representantes del estructuralismo, fundador de la semiología,
la cual concibe como una práctica interpretativa crítica del mundo, con un
objetivo político: desmontar el mecanismo de naturalización de la cultura por
el discurso burgués, y a través de ella quiere realizar una reflexión crítica
de los discursos que forman la sociedad. Aunque llegó un momento en que se dio
cuenta de que la semiología había llegado a su techo.
Fundador de la nueva
crítica -o la nouvelle critique- con
la revista Tel quel, Barthes ha
reflexionado mucho sobre la crítica misma, sobre el lenguaje que habla sobre el
lenguaje. Con el apoyo del psiconálisis, valora el peso simbólico del lenguaje,
o el valor lingüístico del símbolo. La crítica desdobla los sentidos, hace flotar
un segundo lenguaje sobre el original de la obra, que el crítico debe
dilucidar.
La crítica
estructural busca reconstruir el objeto para descubrir las reglas con las que
funciona. El análisis literario debe realizarse sobre el texto mismo y no sobre
contextos ajenos a él, como la biografía del autor, o el momento histórico, etc.
En su etapa
postestructuralista desarrolló el análisis de la alimentación en varios textos,
uno de ellos dedicado a Brillat-Savarin. Barthes presenta la comida como
discurso y como hecho social general, donde confluyen diversos metalenguajes en
la búsqueda del goce (la fisiología, la geografía, la historia, la economía, la
antropología). En 1961 Publica Para una
psicosociología de la alimentación, y enfoca la alimentación como sistema
de signos, como estructura de comunicación. Así, la comida es un conjunto de
palabras (los ingredientes) que se organizan según una gramática (las recetas)
y una sintaxis (el orden de los platos, el menú) y una retórica (lo que se dice
de y con la comida). También, como el lenguaje, la comida posibilita la
identidad e intercambio entre grupos sociales, el cual, con los préstamos,
llega a modificar el sistema sociocultural. Los alimentos están culturizados,
según una geografía e historia común. La comida se asocia así a signos
culturales, y ha pasado a ser referente protocolar.
Nada parecía
serle ajeno: elaboró un discurso crítico sobre historia, moda, literatura
(Michelet, Gide, Balzac, Tolstoy, Fourier, Brecht, Flaubert, siempre), publicidad,
pintura (Arcimboldo, Cy Twombly, Bernard Réquichot, el pop art), el Japón y su cultura, la música y la voz, descifrando
los signos en cada uno de ellos. El estudio de la significación devino para
Barthes su manera de reflexionar sobre el mundo moderno. Por otro lado
reivindica el placer de la lectura, un estudioso que ha titulado a uno de sus
ensayos El placer del texto.
Trabajaba sobre
un fichero que ha devenido famoso, con fichas sobre toda clase de palabras y
temas. Algo de aquel fichero se ha trasladado al estilo de Barthes, cuyos
textos poseen una escritura fragmentaria, impresionista diría.
Plasmará ese
fichero en una obra inclasificable, Fragmentos
del discurso amoroso (1974-76), un discurso sobre el amor que podría ser
sobre su propia forma de amar. Nacido de frases y palabras emblemáticas constitutivas
de los textos de amor, a partir del análisis del discurso amoroso del Werther de Goethe, Barthes lo cruza con el
Tristán y con Proust, mezclados con
Sartre, Balzac, Lacan, Nietzsche y los griegos. Barthes emula el discurso del
sujeto enamorado. Y atraviesa una reflexión sobre lo cotidiano, excediendo lo
amoroso. Escrito en primera persona, el
autor proyecta su propia experiencia en lo que podrían considerarse reflexiones
y vivencias autobiográficas sobre su peculiar experiencia amorosa, en una
escritura discontinua, ordenada alfabéticamente. Desde ítems como abrazo, abismarse, agonía, ausencia, pasando por celos y rapto, hasta suicido y ternura, proclama el estado de
desesperación del sujeto amoroso, su vulnerabilidad y dolorosa dependencia.
Casi una novela, el libro tuvo mayor éxito de ventas que sus trabajos críticos.
Esta obra inicia
su trilogía final, el paso de una mirada estructuralista a una filosofía del
sujeto, en la que el escritor Barthes pasa a ser el protagonista de su obra, él
está presente en el nivel de la enunciación, en lo cual algunos han visto una
postura narcisista. En simultáneo con el padecimiento en el amor, publica Barthes según Barthes (1975), suerte de
biografía íntima en la que se afirma en lo imaginario, con retratos familiares
y opiniones sobre la variedad de temas que le interesan, heterogéneos, siempre
con su escritura fragmentaria.
Barthes actúa en Las hermanas Brontë de André Techiné |
La fotografía según Barthes
En diversas
ocasiones encaró Barthes el análisis de la imagen fotográfica y su estatuto de
documento de la realidad. La imagen fotográfica “transmite la escena en sí, lo
real literal”. Esa perfecta analogía es la que define la fotografía.
En su ensayo El mensaje fotográfico (1964, revista Communications) Barthes realiza un primer
análisis semiológico de la fotografía, seco, teórico, muy diferente del que
será su último libro, dedicado a la fotografía: La cámara lúcida (1979). En aquel primer momento, su interés estaba
en el studium, es decir, en el
análisis teórico y descriptivo de la imagen: connotación, denotación y los
procedimientos de connotación: el trucaje, que puede alterar la connotación de
una imagen, la pose cargada de significación, los objetos que pueden ser
símbolos disparadores de ideas, la fotogenia o la imagen embellecida
artificialmente (esto antes de que se difundiera el fotoshop), e incluso la
sintaxis entre varias fotografías relacionadas, que pueden construir entre sí un
relato.
Si bien toda
imagen tiene dos mensajes, el denotado que es el analogon en sí, y el connotado que es la lectura que la sociedad
hace de ella, la fotografía realista, como lo es la periodística, no deja lugar
para un mensaje secundario o connotado. Es plenamente analógica, puramente
denotante, y toda descripción que se hiciera de ella cambiaría su estructura,
quebraría su objetividad. Pero se da la paradoja de que el mensaje denotado
contiene significados, valores. En notas posteriores, al analizar los retratos
que realiza Richard Avendon, o los paisajes de Daniel Boudinet, Barthes
descifra esos significados míticos, esos valores.
En su trabajo Retórica de la imagen, analiza la imagen
publicitaria: una fotografía de los fideos Panzani da lugar a toda una
elaboración sobre los mensajes contenidos en la imagen. Al menos en publicidad,
no se encuentra nunca una imagen literal en estado puro.
Desarrolla el
análisis semiológico en uno de sus últimos libros, La cámara lúcida (1979). Suerte de testamento, escrito tras la
muerte de su madre y pocos meses antes de su propia muerte. Libro crepuscular, elabora
un estudio fenomenológico muy particular de la imagen fotográfica como un
tratado sobre el transcurrir del tiempo, la nostalgia por lo que ya no está, y
por supuesto, la muerte.
Como sus otras
obras finales –Barthes por Barthes y Fragmentos del discurso amoroso-, el
autor presenta en ellas su propia subjetividad, por oposición a sus primeras
obras, más enfocadas en lo social. Ahora pone el cuerpo a sus teorías. Al psicoanálisis,
al análisis sociológico, a la semiología, Barthes añade ahora el sujeto, y cómo
este es afectado por la fotografía.
Lo que
caracteriza a la fotografía –que Barthes prefiere al cine- es que reproduce al
infinito algo que no puede ser repetido existencialmente, algo que ocurrió una
sola vez. La fotografía muestra lo que es, lleva su referente consigo, unidos
indisolublemente, en una inmovilidad. No hay foto sin algo o alguien que se
adhiere a la fotografía, y ya no vemos el objeto fotografía sino la realidad
allí representada. En fotografía, esto es
una pipa.
A Barthes no le
interesa el análisis técnico de la fotografía, ni el histórico, ni el
sociológico. Le interesa el referente, el cuerpo representado, y sobre todas, las
que tienen valor personal, las que importan para él. A través de ellas busca
encontrar lo fundamental que constituye la fotografía. Le interesa el sujeto
mirado y el sujeto mirante. Cuando él es fotografiado -dice-, se pone en
actitud de posar, se construye otro cuerpo, se transforma en imagen. Y con
ella, busca que se pueda captar una actitud moral suya, quisiera que su imagen coincidiera
siempre con su “yo” profundo, pero eso es imposible, la imagen es inmóvil y el
yo es ligero, disperso. En el momento de ser fotografiado, el sujeto deviene
objeto, en una experiencia de la muerte, deviene espectro.
A partir de la
observación de numerosas fotos, Barthes establece ciertos parámetros, ciertas
reglas estructurales. Lo primero, tratar de dilucidar qué es lo que lo hace
vibrar ante una foto: esa atracción la denomina aventura, tal foto lo adviene,
lo anima.
Por otro lado,
la fotografía que lo anima es aquella que posee elementos heterogéneos, que
comporta una cierta dualidad en sí misma. Esta dualidad es la que Barthes
denomina studium y punctum, a falta de mejores palabras en
francés. El studium es el campo de
interés, una inclinación general hacia determinadas fotografías, ya sea por su
interés cultural, por lo formal, o lo que sea. Pero de ese studium general emerge un detalle que sale a punzarlo: es un punto,
una marca, un pinchazo, una herida, es el punctum.
No le interesan las fotos que carecen de punctum,
las que no lo movilizan, las que se mantienen en el plano del studium. El studium supone armonizar con el interés del fotógrafo, se establece
un diálogo entre este y el espectador.
Pero a veces un
detalle de la foto llama mi atención, y eso cambia la foto: es el punctum. Lo que me punza y atrae mi
mirada puede ser cualquier tipo de detalles: un elemento del vestido, el
contraste entre los personajes fotografiados, la gracia de un gesto, un detalle
descentrado, un elemento expresivo en el paisaje. Un algo de la foto tiene una
fuerza expansiva, despierta en mí la curiosidad, la ternura, el rechazo, la
posibilidad de la relación metonímica, o de ver un todo abarcativo reflejado en
ese detalle. El punctum me hace
vibrar, puede subyugarme, produce en mí un satori,
un despertar estético. No hay códigos para el punctum. La condición –obvia- para que se produzca el efecto del punctum es que éste no esté puesto allí
intencionalmente por el fotógrafo, que no sea un artificio. Por eso no hay punctum en la foto pornográfica: el sexo
está allí como un fetiche, mientras que en cambio la foto erótica no hace del
sexo su objeto central, arrastra al espectador a su deseo fuera del marco, el punctum está más allá del campo.
Buscando el
significado de la fotografía, las condiciones generales, de alguna manera
tratando de establecer una semiología de la fotografía, Barthes la encuentra en
el retrato, o como él dice, en la máscara. Los grandes retratistas son
mitólogos, aquellos pocos que han logrado captar en el retrato la esencia de
una clase, una época, un determinado grupo social. El resto, produce una
fotografía que en todo caso puede inducir a pensar, y entonces, deviene
subversiva.
En sus últimos
libros, Barthes no cesa de hablar de sí mismo: de sus intereses, de sus
preferencias, de sus elecciones. Sobre la fotografía de paisaje, asegura que un
lugar lo invita si es habitable, si le sugiere el traslado a un tiempo utópico,
o una vuelta atrás hacia el lugar donde es seguro haber estado, es decir, el
vientre materno.
Richard Avendon. William Casby, nacido esclavo |
El hijo de su madre
Después de su
teoría sobre el punctum, Barthes
vuelve nuevamente sobre sus investigaciones personales, y dedica una pieza
desbordante de amor y ternura a su madre. Muerta ella, el hijo inicia una
búsqueda proustiana en viejas fotografías, sabiendo que en su duelo nunca
podría recuperar los rasgos maternos, nunca podría traerla nuevamente a su
mente. Buscaba, en sus fotos de juventud, pero ninguna le resultaba realmente
buena, no lograba reconocer a su madre, no podía resucitar el rostro amado. Los
separaba la Historia, ese tiempo en que él no había aún nacido, y su madre era
una persona que él no había conocido. Sólo podía encontrarla en los objetos
familiares que la rodeaban. La reconocía por fragmentos, por diferenciación con
otros, pero no la encontraba. Por lo tanto, esas fotografías eran parcialmente
auténticas, por lo tanto, dolorosamente falsas. Y sin embargo, en cada
fotografía encontraba el sentimiento que su madre ponía al posar.
Hasta que por
fin la descubrió. En una foto en la que ella tendría cinco años, en la claridad
de su rostro, en la ingenuidad, en su inocencia, en su dulzura. En esa niña
veía él la mujer bondadosa en la que después se convertiría. Esa bondad, tan
abstracta y particular, estaba ya en esa fotografía, que “reunía todos los
predicados posibles que constituían la esencia de su madre”. Por una vez, la
foto le generaba un sentimiento que era tan seguro como el recuerdo, la foto
daba más de lo que podía esperarse de ella. Certificaba “la ciencia imposible
del ser único”.
Si su trabajo El mensaje fotográfico de 1964
desarrollaba sus teorías desde el studium,
La cámara lúcida constituye su
reacción al punctum: a aquello que lo
punza, que lo interpela, que lo azuza. Barthes remonta la muerte yendo hacia
atrás en el tiempo con esa fotografía. (Barthes se pone muy sentimental, está
muy conmovido al evocar a su madre – a quien define como “un alma particular”-
y sus sentimientos ante esa fotografía.) Veamos lo que dice ante esta
iluminación:
“Resolvía así, a mi manera, la Muerte. Si, tal como
han dicho tantos filósofos, la Muerte es la dura victoria de la especie, si lo
particular muere para satisfacer lo universal, si, después de haberse
reproducido como otro que sí mismo, el individuo muere, habiéndose así negado y
sobrepasado, yo, que no había procreado, había engendrado en su misma
enfermedad a mi madre. Muerta ella, yo ya no tenía razón alguna para seguir la
marcha de lo Viviente superior (la especie). Mi particularidad ya nopodría
nunca más universalizarse (a no ser, utópicamente, por medio de la escritura,
cuyo proyecto debía convertirse desde entonces en la única finalidad de mi
vida). Ya no podía esperar más que mi muerte total, indialéctica.”
Barthes
comprende que ha perdido un alma, algo irremplazable, y que lo que le quedaba
de vida sería incalificable, sin cualidad.
Barthes
comprende también que después de esa experiencia, sólo podría acercarse a la
fotografía en relación con el amor y la muerte.
Roland y su madre Henriette |
A partir de esa
experiencia, Barthes trata de descubrir cuál es el referente privativo de la
fotografía, en qué se diferencia de otros sistemas de representación. La fotografía
da testimonio de la realidad de la cosa que se ha puesto en un momento del
pasado frente a la cámara. Cuando miro una fotografía vuelvo al instante en que
una cosa real se posó frente al objetivo. La presencia de la cosa no es
metafórica, la foto certifica que existió, que fue real, que estuvo allí en
determinado momento, frente a la cámara. La fotografía certifica la realidad,
da testimonio de que lo que veo, ha sido,
estaba allí. Ninguna pintura, ningún escrito puede proporcionar la certidumbre
que da la foto. La fotografía da la certeza de que el pasado es tan real como
el presente. El dispositivo tecnológico como indicio de la realidad. La
fotografía no es una copia de lo real sino una “emanación de lo real en el
pasado”. “El poder de autentificación prima sobre el poder de representación.”
Comparándola con
el cine, Barthes considera que la fotografía contiene la imagen llena, completa,
no hay sitio para más. Mientras que en el cine, al fluir, la imagen es empujada
hacia otras, el mundo fílmico se escurre, con la seguridad de que la
experiencia seguirá trascurriendo, mientras que en la foto no hay futuro.
Toda la
excitación por plasmar la realidad en la fotografía constituye la manera en que
nuestro tiempo asume la muerte. La
muerte no está ya en la religión ni en el rito, como sucedía antes, hoy la
muerte reside en la fotografía, es el testigo de lo que ha sido.
Sin haber
engendrado, Barthes sabe que con él acabará una rama de su familia, que esas
fotos son el último rastro de la vida de sus padres, que una vez extinguido él,
quemadas esas fotos, ya no quedará testimonio de ellos. Mientras tanto, las
fotos dan testimonio que ellos han sido.
El punctum de toda foto es esto va a morir, o esto ha muerto, la certeza de la muerte que encierra todo retrato.
Por otro lado,
la era de la fotografía coincide (¿o acaso provoca?) la irrupción de lo privado
en lo público, o la publicidad de lo privado, o su consumo. A veces la
fotografía nos mueve a buscar algo más en ella, entrando en la profundidad de
ese papel, tal vez lo logremos escrutándola,
ampliando un detalle, o superponiendo fotos, como lo hicieron Marey y
Muybridge, con la intención de llegar a la verdad, a alguna verdad. Eso ocurre
cuando siento alguna retrato parecido a lo que entiendo por identidad, o a lo
que se entiendo por alguien según su mito. Esa verdad es el alma del personaje,
lo que está por detrás, por debajo de ese retrato, de esos rasgos, de ese
gesto. El reflejo de cierto valor moral. Pero también la fotografía hace
aparecer algo que no se percibe en el rostro real, algún rasgo familiar que
revela la persistencia de la especie, del linaje, manifestando su esencia
genética.
Hay un algo de
locura en esto, en el sentimiento amoroso que puede despertar la fotografía, y
la sociedad procura templar esta amenaza, ya sea transformándola en arte, ya
sea generalizándola, haciéndole perder su excepcionalidad. Es lo que ha operado
la sociedad en los últimos tiempos, transformando todo en imagen, en imagen
universal, banalizando la imagen sin diferencias, ahogando el “éxtasis
fotográfico”.
La cámara lúcida es un libro amable, que se lee con emoción, y además
un libro de teoría. El mismo ha dicho que es simétrico con respecto de los Fragmentos de un discurso amoroso, pero
del orden del duelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario