Tiestes y Atreo
Dramaturgia y dirección: Emilio García
Wehbi a partir de Tiestes de Séneca
Teatro Cervantes
Josefina Sartora
No hay mayor muestra de cariño
que comerse a sus propios niños,
porque no hay asunto más prolijo
que devorarse a todos los hijos.
La fascinación que ejerce el mito reside
en su permanente actualidad, su tratamiento de pasiones humanas que trascienden
límites, orígenes o nacionalidades, su atemporalidad y al mismo tiempo, su
eternidad. Cuesta concebir que hace 2.500 años, y más, hombres y mujeres hayan
concebido historias que resultaron eternas y universales. Esta esencia del mito
redunda en otra fascinación: su actualización. El teatro y el cine, también la
literatura, no cesan de abrevar en aquellos mitos clásicos -que por algo son
llamados así- poniéndolos en acto en historias contemporáneas.
Las tragedias de Séneca pocas veces se llevan
a escena, el escritor hispano-romano no goza del mismo poder de convocatoria de
sus colegas griegos. Es por eso llamativa esta oportunidad para asomarnos a su
obra. Pero el interés no radica sólo aquí. Tiestes es una de las tragedias más
crueles de la Antigüedad, por tratar el tema del odio fratricida, el filicidio
y la antropofagia, sin atenuantes. Y sobre todo, porque Emilio García Wehbi le
otorga una dimensión contemporánea.
Tiestes y Atreo eran hermanos gemelos.
Atreo, fundador de la dinastía y rey de Micenas, padre de Agamenón y Menelao,
ejercía un gobierno tiránico. Al parecer, Tiestes sedujo a la esposa de su hermano
y se apoderó del vellocino de oro que poseía Atreo. Decidido a vengarse, Atreo
convoca a Tiestes a hacer las paces en un banquete. Este acude, algo
desconfiado. Al finalizar, Atreo le manifiesta que le ha servido el cuerpo
descuartizado y cocido de sus dos hijos, y su sangre mezclada con el vino. Con
ese acto aberrante Tiestes cercena su propio linaje. Esta historia de
antropofagia de la descendencia ha sido elaborada por otros artistas,
notoriamente por Shakespeare en Tito Andrónico. Pero García Wehbi le
imprime un sello totalmente personal, fuera de toda tradición: su puesta no
está centrada en esa comida macabra precisa sino en lo que sucede del lado de
las víctimas; y si la tragedia de Séneca tenía sólo personajes masculinos, aquí
el elenco es totalmente femenino.
La obra consta de dos actos y un
entreacto, continuos. En su primera parte, pone en escena un mundo postapocalíptico,
surreal, de detritus postindustriales, con un personaje algo monstruoso, un
grupo de niñas y otro de dragones y variados monstruos, inspirados en el cine
de Hollywood. Se trata de una fábula infantil contemporánea. Julieta Potenze ha
concebido una escenografía excelente, y combinada con la caracterización de los
monstruos y la excelente actuación de esas actrices infantiles, el resultado es
de un efecto alucinante, estupendo. Las niñas se rebelan contra las violencias
establecidas y su acto revolucionario, por supuesto, termina mal.
Escila y Caribdis eran dos míticos
peñascos en Sicilia, animizados, que significaban un peligro para los
navegantes, un umbral, una prueba a atravesar porque de lo contrario eran
devorados por esos monstruos. Cada uno de los actos toma el nombre de uno de
ellos. El segundo acto pone en escena el banquete de Séneca, pero en versión
García Wehbi: un grupo de mujeres encarnan a esos hermanos en conflicto, cada
uno con sus justificaciones, su posición ante la vida, y con ellos, sus hijos. Los
personajes no dialogan: toda la obra está estructurada en base a monólogos, y
para ellos cuenta con la valiosa interpretación de dos actrices de primerísimo
nivel, dos maestras de la actuación: Maricel Álvarez y Analía Couceyro son
Atreo y Tiestes, junto a un elenco homogéneo que no queda atrás, y por eso hay
que nombrarlas a todas: Florencia Bergallo, Carla Crespo, Érica D’Alessandro,
Verónica Gerez, Cintia Hernández, Mercedes Queijeiro, Jazmín Salazar, Mia
Savignano, Lola Seglin y Lucía Tomas. Ellas tienen a cargo elaborados –tal vez
demasiados- monólogos sobre la moral, el deber, la vida y la muerte, junto a la
intervención de un mensajero o Mercurio que narra la tragedia, en una muy
exigida performance interpretativa.
Lo peculiar de la puesta, más allá del
atractivo visual, que es muy grande, reside en que García Wehbi revierte el
mito: el acento no está puesto en el acto de los padres, sino en la
consecuencia que recae sobre los hijos. La civilización siempre ha devorado a
sus hijos, dice la obra, desde los mitos griegos, el cristianismo cuyo Dios
Padre entrega su Hijo al sacrificio, las guerras en las que los padres envían a
sus hijos a la muerte, hasta el genocidio llevado a cabo en nuestro país. Cada
generación devora la siguiente –de manera simbólica pero también, literal-. No
es en vano que en el segundo acto, el del banquete, la mesa esté presidida por
una versión grotesca del cuadro de Goya de Saturno (o Cronos, el tiempo) comiéndose
a sus hijos, que quieren negar la ley paterna. Aquí Tiestes y Atreo se igualan
en el ritual del canibalismo. Para ese momento culminante de la ingesta, García
Wehbi concibió una coreografía bestial. Ese hijo víctima, ese rebelde a la
autoridad patriarcal que quiere diferenciarse, busca su autonomía, su propia
individualidad, es equiparado en esta versión a todas las víctimas del
patriarcado, a las minorías, y en primer lugar, las mujeres y también las niñas.
Pero todo no termina allí: la mujeres por
momentos dejan la escena y pasan a conformar un conjunto musical, con cantante
incluida, aunque lamentablemente sus canciones sean en inglés y sin subtítulos.
Allí está Tom Waits, por ejemplo. Y en el entreacto, Couceyro y Alvarez tienen
un número de rap con todas las de la ley: vestidas con las típicas ropas
raperas, gorra incluida, ellas y una niña admirable bailarina performan un
número con una canción espeluznante, cuyo estribillo cita el epígrafe de esta
nota. Y al final de la obra, un anticlímax con un cuento del sueco Stig
Dagerman.
Es interesante que en el programa
acompañe un texto de Nicolás Prividera, cuya obra fílmica está dedicada también
al sacrificio de las minorías y toda ella reflexiona sobre la patria, o Tierra
de los padres.
Emilio García Wehbi ha trabajado el mito
en varias ocasiones, como así también otros textos clásicos. Practica un
proceso de reapropiación y reescritura de materiales previos, trasladando los
restos a un contexto diverso, y esos textos devienen otros, contemporáneos. Y
dotados de mayor ambigüedad. Así procedió recientemente con su elaborada
revisión del Orlando de Virginia Woolf. El tema del poder es relevante en toda
su obra y en esta oportunidad abre la polémica para la reflexión y el diálogo,
con la puesta en acto del hecho sacrificial en la evidencia de la rabiosa
actualidad del mito. Provocando, sí, sacándonos del lugar cómodo de
espectadores pasivos. Es loable la valentía de Alejandro Tantanian, un varón
que desde la dirección de un teatro oficial osa poner en escena un mito trágico
que en su eterno retorno posee una rabiosa actualidad en nuestro país.
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