29 de enero de 2019

Pasa un ángel


Lazzaro felice
Dirección y guión: Alice Rohrwacher
Italia-Suiza-Francia-Alemania/2018

Josefina Sartora


Si el film anterior de Alice Rohrwacher se llamaba Las maravillas, este constituye en sí mismo la maravilla. No sólo porque incursiona en lo fantástico-maravilloso, dando la espalda a todo naturalismo, sino porque en su aparente inocencia constituye una fuertísima obra que habla con delicadeza y sabiduría de la condición humana. Inocencia es la de su protagonista, que enmarca en el arquetipo del tonto sabio, un joven campesino simple de espíritu, de gran ingenuidad, fuerte y trabajador, siempre feliz de ayudar a quien lo necesite, y los demás abusan de su generosidad. Pertenece a una comunidad de campesinos sometidos a la esclavitud de un régimen feudal en plena época contemporánea, aunque al principio las coordenadas del tiempo sean algo ambiguas. La marquesa propietaria de una plantación de tabaco los mantiene aislados del mundo, analfabetos, ignorantes de leyes y conquistas sociales, viviendo en condiciones de hacinamiento, que recuerdan a los campesinos de los hermanos Taviani. Así viven, con la connivencia de la iglesia. Allí Lazzaro es un trabajador imprescindible por su disposición y su bondad. Paradójicamente entabla amistad con el señorito Tancredi, hijo de la marquesa, cuyo teléfono celular sorprende por su incongruencia en ese mundo atemporal.


Pero la peripecia se aparta de ese tono neorrealista de la primera parte, para tomar un cariz mágico: tras un accidente, Lazzaro despierta varios años después, inalterado, cuando ya nadie permanece en la propiedad, y se traslada a la ciudad en busca de los suyos. Ciudad incierta, con algo de Milán, un poco de Torino, donde las condiciones laborales y sociales no son mejores que en la campiña. Allí Lazzaro comienza una nueva vida, junto a varios de sus pares de otrora, envejecidos,  devenidos bandidos de poca monta. Alba Rohrwacher, hermana de la joven directora, interpreta a Antonia en la segunda parte, la única persona que ampara y hace algo por Lazzaro. Y vemos a través de los ojos del protagonista las miserias de la vida urbana contemporánea, la avidez, la corrupción, aunque él no sea consciente de sus implicancias. En su inocencia, el muchacho entiende todo al pie de la letra, sin ver más allá de lo literal. Lazzaro parece estar siempre en trance, con una mirada que parece atravesar la realidad y una presencia que exuda santidad, como lo sugiere una voz en off que lo relaciona con San Francisco, como lo expresa la bizarra, obviamente simbólica escena en que la música sale de una iglesia para seguirlo.


Rohrwacher rinde culto y evoca lo mejor del cine italiano clásico, primordialmente al cine de Pasolini con sus historias mágicas, y al de Fellini con sus personajes angélicos. Pero su obra es absolutamente nueva y personal, con una mirada propia singular, con un humanismo que hoy también parece anacrónico. Su alegoría social se desarrolla sin mucha información, sin lecciones moralizantes, con gran  empatía hacia cada uno de sus personajes, comprendiendo sus motivaciones.

Lazzaro felice trasciende la fábula para acercarse al mito, con ecos bíblicos (Lazzaro resucita) y operísticos (Tancredi es un noble caballero en la ópera de Puccini, como quiere serlo este marqués). Incluso el lobo, gran ícono italiano, aspecto natural y animal del protagonista, no abandona a Lazzaro ni siquiera en la ciudad. En gran medida la magia funciona gracias a la presencia de Adriano Tardiolo, un actor no profesional cuya límpida mirada bendice las miserias humanas, y que la crítica iguala al Ninetto Davoli de Pasolini.

Fruto de los tiempos, Lazzaro felice –cuyo guión fue premiado en el último festival de Cannes, que abrió la última Viennale- no se ha estrenado en las salas comerciales de Argentina. Los cambios veloces en las maneras de ver cine nos obligan a adaptarnos a la oferta, a las posibilidades que determina el mercado, nos guste o no: Lazzaro felice hoy sólo se ve en Netflix.

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