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2019 – Segunda nota
Fin de siglo.
Lucio Castro, Argentina/2019
El encuentro romántico entre dos hombres
pudo haber sido una convencional historia de amor gay, pero en manos del
debutante Lucio Castro se transforma en una poderosa narración que le valió el
premio de la Competencia Argentina. Un poeta argentino que vive en Nueva York (Juan
Barberini) y un español que vive en Berlín (Ramón Pujol) se encuentran en Barcelona
y viven un coup de foudre con
absoluta libertad, con fuertes y bellamente filmadas escenas de sexo. Pero
entonces la narración se bifurca, retrocede en el tiempo sin que se note en los
personajes, toma caminos alternativos que sorprenden, entra en mundos paralelos,
intersecta realidad y fantasía. La libertad narrativa de Castro es la misma que
muestra en sus ideas, sobre el amor gay, sobre el matrimonio, la paternidad, la
vida y la muerte en una notable opera prima.
La fundición del tiempo. Juan Alvarez Neme, Uruguay/2019
La sola mención de Nagasaki evoca
inmediatamente el sitio donde se arrojó una de las dos únicas bombas atómicas
en la historia del hombre, hasta ahora. Un sanador de árboles evoca el proceso
de curación de varios árboles dañados cuando la ciudad ardió completamente en
cuestión de segundos, reducida a carbón y cenizas en minutos. El transmite
testimonios que ha oído de sobrevivientes de la explosión, que resultó la más
poderosa arma de muerte masiva, narrando hechos escalofriantes para pedir que
ese hecho traumático nunca se repita. Antes y después, tomas fijas de la
naturaleza y sus fenómenos parecen hablar de la continuidad de la vida. Eppur si muove.
Tras un intervalo musical y neblinoso, se
pasa del blanco y negro al color, de Oriente a Occidente. La naturaleza vuelve
a ser protagonista, y en ella, un hombre y los caballos. Con delicadeza, tiempo
y paciencia, establece una relación con un potro que, tras su buen trato,
termina por domesticarse. Sin palabras, con una bella fotografía, una propuesta
diferente.
So Long My Son.
Wang Xiaoshuai, China/2018
Director chino de
la generación más joven (sexta), Wang vuelve a trazar un cuadro crítico de las
políticas chinas de las últimas décadas, como hiciera en su anterior Red
Amnesia (2014). En un ir y venir en el tiempo, narrando la historia en
distintos momentos que no siguen un orden cronológico, So Long My Son atraviesa
la historia social de China en los últimos treinta años a través de un drama
familiar. Una pareja de trabajadores en una fábrica pierde a su hijo en un
accidente, pérdida que marcará toda su vida y el film. A la luz de cada
episodio mostrado en su momento, los demás, vistos antes, adquieren una resignificación.
Por ejemplo, cuando la madre debe abortar porque la ley no le permite tener un
segundo hijo, comprendemos la relevancia del hecho porque sabemos que su único
hijo va a morir. Quien la obliga a abortar es su amiga, vecina en la vivienda
comunitaria de la fábrica, y su superior jerárquico. Ambas familias vecinas
encarnan dos modelos de la China moderna, con destinos que se bifurcan. Cuando
queda cesante la pareja sin hijos empieza una nueva vida, lo que los aparta de
la burocracia, y de acceder a las mejoras que la entrada en el capitalismo
habrá de aportar a su entorno.
La crítica a la
política del hijo único que regió hasta hace muy poco se agudiza con los
conflictos que viven con su hijo adoptivo. La melancolía, una profunda tristeza
gobierna las vidas de esa pareja, sin que el melodrama caiga nunca en el golpe
bajo. El final, sin embargo, ablanda la historia, pero habrá que investigar
cuánto tuvo que ver la censura china actual en la elección. Estructurada en episodios
que transcurren en distintos momentos temporales desde los ’80 hasta el
presente, yendo de una fría ciudad del norte a otra del sur cálido, la
narración es sólida, el montaje inteligente, y si por momentos podría hacerse
confusa, la diferente luz, color e iluminación, las marcas de edad en los
rostros de los protagonistas constituyen los indicios para comprender en qué
época transcurre cada episodio. Wang vuelve a abordar los dilemas éticos y
morales que se plantean en consecuencia a una política autoritaria, y su
historia familiar deviene colectiva.
Aquarela. Viktor
Kossakovsky, Reino Unido-Alemania-Dinamarca-Estados Unidos/2018
La potencia y belleza del agua en sus
distintas formas cautiva en este film-ensayo o documental de Viktor
Kossakovsky, quien ya nos había sorprendido con Hush! y sobre todo con ¡Vivan
las antípodas! y sus creativas exploraciones geográficas. La
experiencia de sumergirse en su último trabajo es difícil de transmitir en
palabras. Ese mismo criterio ha sido el del director, quien presenta un mundo
acuático sin narrador, casi sin palabras, dejando que el agua hable por su sola
presencia. En un recorrido por diversos puntos geográficos del mundo, con un
montaje abrupto que va cambiando de espacios, la cámara capta las distintas
formas que toma el agua, con una mirada poderosa: el segmento más largo es el
de las impresionantes panorámicas sobre lagos congelados, donde los hombres
trabajan con dificultad para rescatar vehículos que han caído al agua. No es
una vana elección que casi las únicas palabras que se oyen en todo el film
refieran a que el deshielo llegó este año varias semanas antes de lo habitual.
El tema del recalentamiento climático subyace silente pero elocuente, en todo
el film.
La espléndida fotografía llega a tomar un
carácter abstracto, que trasciende el tema. Glaciares que se derriten, cayendo
en enormes bloques de hielo en el agua, inmensas olas que arrojan una nube de
espuma mientras se revuelven
majestuosamente, caídas de agua en altísimos cañadones, seres humanos
trabajando para mantener a flote un velero en medio del mar embravecido, cada
toma lleva a interrogarse sobre el cómo está realizada, dónde se colocó la
cámara para captar esa maravilla. El deshielo de los glaciares convertidos en
monstruosas islas flotantes se instala como toda una amenaza. Y el poder del
agua salida de su cauce puede verse en una Miami, centro del glamour de la
sociedad consumista, sumergida bajo las aguas, abandonada, azotada por un
huracán y el diluvio.
Concebida como una obra musical, la
película no sólo juega con la imagen fascinante sino también con el ritmo,
pasando de un momento agitado a otro de calma, otro de caos, de suspensión,
etc. Y la música metal –no siempre presente- completa esta experiencia
hipnótica en una obra de arte total.
Josefina Sartora
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