21 de agosto de 2019

Al gran pueblo argentino

Trastorno

Josefina Sartora


Pompeyo Audivert ha impuesto una marca en el teatro argentino, tanto que ya puede hablarse del teatro de Audivert. Un teatro extremo, feroz, que pretende derribar toda falsa apariencia, toda tibia moderación.  Cuando me senté en primera fila, temí estar demasiado cerca de los excesos del actor, que son su característica. Inolvidable aún hoy su versión de Hamlet, la mejor de las muchas que he visto, sí, desorbitada, tan desmesurada como magistral.

Trastorno es una versión de Audivert y Andrés Mangone de El pasado, una obra de Florencio Sánchez. Se inscribe en la revisión que ambos realizan del teatro clásico argentino, junto a las anteriores Muñeca, de Armando Discepolo, y La farsa de los ausentes, sobre un texto de Roberto Arlt. En ellas los directores despliegan su mirada sobre la realidad argentina, su sociedad, sus costumbres, sus vicios y sus méritos. Si bien el nuevo título expresa la alteración que se produce en un orden establecido, en este caso dentro de una estructura familiar, su título original es más explícito, pues la obra se constituye como la representación del regreso de un pasado reprimido, y la necesidad de enfrentar las mentiras y errores de ese pasado que engendran el trastorno de hoy.

En el seno de una familia patricia, la matriarca y su hijo mayor mantienen en secreto una falta de juventud que hoy tiene sus consecuencias nefastas. El retorno de lo reprimido se produce con una fuerza que atraviesa la estabilidad de dos familias, ambas arraigadas en los esquemas de clase, de alcurnia, de patrimonio. Es clave que las dos matriarcas, madre y abuela, suegra y nuera, estén interpretadas por varones: Audivert  y Fernando Khabie. Ambas encarnan unas Heras argentinas, guardianas del orden patriarcal, de la ley del varón, que sostiene todo su sistema de creencias, y el status económico y social. También es clave que Rosario, la madre, se deslice en escena en un sillón con ruedas, desde donde pretende imponer su mentira, su autoritarismo, su hipocresía. Pero no todo se desliza según sus requerimientos.

“Culebrón metafísico” reza la presentación de la obra. Y sí, están los elementos del género: identidades falseadas; el pasado reprimido, aquello que ocultamos en el arcón y deseamos que se conserve inalterable, pero se convulsiona, irreprimible; la identificación entre padre muerto e hijo que ha de morir; el antagonista, en la piel del hijo mayor anarquista en esa familia de linaje; las clases sociales que se rebelan ante el poder –excelente Julieta Carrera en su corporalización de la antítesis-; y sobre todo, el trastorno que sufre esa pretendida estabilidad. 


La actuación de Audivert es poderosa, cuando se alza desde su silla con su enorme estatura da a la madre el carácter varonil requerido, produciendo así un grotesco brutal que planea por toda la obra. Como en la tragedia griega, la hybris es aquí la agente del destino, la que moviliza la acción trágica, en su cinismo e hipocresía, en su desdén. Todo ello se ve reflejado, duplicado, deformado, en el espejo omnipresente. Al hablar de la oligarquía argentina en una obra que hoy cobra vibrante actualidad, los directores se refieren también al teatro: no hay un hiato entre escenario y platea, entre personajes y público, entre artificio y realidad argentina.

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