Trastorno
Josefina Sartora
Pompeyo Audivert ha impuesto una marca en
el teatro argentino, tanto que ya puede hablarse del teatro de Audivert. Un
teatro extremo, feroz, que pretende derribar toda falsa apariencia, toda tibia
moderación. Cuando me senté en primera
fila, temí estar demasiado cerca de los excesos del actor, que son su
característica. Inolvidable aún hoy su versión de Hamlet, la mejor de las
muchas que he visto, sí, desorbitada, tan desmesurada como magistral.
Trastorno es una
versión de Audivert y Andrés Mangone de El pasado, una obra de Florencio
Sánchez. Se inscribe en la revisión que ambos realizan del teatro clásico
argentino, junto a las anteriores Muñeca, de Armando Discepolo, y La
farsa de los ausentes, sobre un texto de Roberto Arlt. En ellas los
directores despliegan su mirada sobre la realidad argentina, su sociedad, sus
costumbres, sus vicios y sus méritos. Si bien el nuevo título expresa la
alteración que se produce en un orden establecido, en este caso dentro de una
estructura familiar, su título original es más explícito, pues la obra se
constituye como la representación del regreso de un pasado reprimido, y la
necesidad de enfrentar las mentiras y errores de ese pasado que engendran el
trastorno de hoy.
En el seno de una familia patricia, la
matriarca y su hijo mayor mantienen en secreto una falta de juventud que hoy
tiene sus consecuencias nefastas. El retorno de lo reprimido se produce con una
fuerza que atraviesa la estabilidad de dos familias, ambas arraigadas en los
esquemas de clase, de alcurnia, de patrimonio. Es clave que las dos matriarcas,
madre y abuela, suegra y nuera, estén interpretadas por varones: Audivert y Fernando Khabie. Ambas encarnan unas Heras
argentinas, guardianas del orden patriarcal, de la ley del varón, que sostiene
todo su sistema de creencias, y el status económico y social. También es clave
que Rosario, la madre, se deslice en escena en un sillón con ruedas, desde
donde pretende imponer su mentira, su autoritarismo, su hipocresía. Pero no
todo se desliza según sus requerimientos.
“Culebrón metafísico” reza la
presentación de la obra. Y sí, están los elementos del género: identidades
falseadas; el pasado reprimido, aquello que ocultamos en el arcón y deseamos
que se conserve inalterable, pero se convulsiona, irreprimible; la
identificación entre padre muerto e hijo que ha de morir; el antagonista, en la
piel del hijo mayor anarquista en esa familia de linaje; las clases sociales
que se rebelan ante el poder –excelente Julieta Carrera en su corporalización
de la antítesis-; y sobre todo, el trastorno que sufre esa pretendida
estabilidad.
La actuación de Audivert es poderosa, cuando
se alza desde su silla con su enorme estatura da a la madre el carácter varonil
requerido, produciendo así un grotesco brutal que planea por toda la obra. Como
en la tragedia griega, la hybris es
aquí la agente del destino, la que moviliza la acción trágica, en su cinismo e
hipocresía, en su desdén. Todo ello se ve reflejado, duplicado, deformado, en
el espejo omnipresente. Al hablar de la oligarquía argentina en una obra que
hoy cobra vibrante actualidad, los directores se refieren también al teatro: no
hay un hiato entre escenario y platea, entre personajes y público, entre
artificio y realidad argentina.
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