Festival de Mar del
Plata 2019. Balance
Josefina Sartora
Un
Festival de Mar del Plata diferente, el de este año. Por primera vez en casi 20
años, la Dirección de Prensa del Festival me negó todo tipo de colaboración
para hacer posible mi cobertura. Entiendo que no les interesa mi mirada, ni
siquiera les interesa la prensa: no hubo sala de Prensa donde trabajar y
encontrarse, las gacetillas fueron mínimas y siempre a destiempo –¡la
información sobre los premios llegó cinco horas después!- y el trato con sus
autoridades fue siempre difícil y frustrante. Por ese motivo no he estado
haciendo la cobertura habitual de todos los años, periódica, con las películas
que he visto. Pero no puedo dejar pasar sin pena ni gloria este Festival que
amo, como marplatense. Durante el último año he estado invitada en Lima, Viena,
Antofagasta, Cosquín, Valdivia, pero ya sabemos: nadie es profeta en su tierra.
No hubo grandes
películas en Mar del Plata. Algunas buenas del año faltaron, como las premiadas
Bacurau
y Blanco
en blanco, la última de los Dardenne, de Baumbach, de Porumboiu, pero
se presentaron unas cuantas que participaron de otros festivales, lo cual
genera la pregunta: ¿es el cine el que no está bien? ¿Que no nos da ya grandes
obras? Peor aun fue la programación del último Bafici. Habrá que seguir
observando. Lo que sigue no significa críticas exhaustivas, sino un panorama de
lo que presentó el Festival.
La Competencia Internacional no suele ser lo mejor de nuestros festivales, que reservan a los consagrados para secciones
llamadas Autores, Galas o Panorama. Este año la selección competitiva fue respetable,
variada y despareja, como es habitual. De lo que vi -casi todo- respeto especialmente
O
que arde, una película gallega dirigida por Oliver Laxe, que transcurre
íntegramente en una zona rural, fotografiada de maravilla por Mauro Herce, con bellísimas
panorámicas de las verdísimas colinas gallegas bajo la lluvia persistente. Allí
regresa Amador después de cumplir una condena por haber ocasionado un incendio
en su pueblo. Este pasado culpable le costará posteriores acusaciones, cuando
se desate otro incendio en el bosque. El rodaje, y la fotografía de ese
incendio a pocos metros del mismo resultan toda una proeza cinematográfica. Por
momentos casi documental, filma a los campesinos en su hábitat, con sus
costumbres y silencios, con contrastes entre lo tradicional y lo contemporáneo,
con Vivaldi y Leonard Coen. O que arde ganó el Astor de Oro a la
Mejor Película, el Astor de Plata al Mejor Guión, el premio de la Asociación de
Cronistas y el Premio Signis.
Otro
título valioso fue La vida invisible, de Karim Aïnouz. Un melodrama con todas las
de la ley, una pintura de la sociedad patriarcal en el Brasil de los ’50, con
alusiones a la actualidad. Dos hermanas luchan por salir del cepo paterno, una
mediante el amor y la otra iniciando una profesión, pero en semejante orden
ninguna es feliz con la vida que le permiten. Un culebrón de desencuentros, que
dividió a la crítica, y sobre todo la masculina la encontró demasiado
convencional y feminista. Como era casi previsible, ganó el Premio del Público.
En
el polo opuesto, la película Black Magic for White Boys de Onur
Tukel, presentado como un nuevo valor en el cine independiente de Estados
Unidos, resultó un bodoque insoportable, de un cinismo absoluto, cuya máscara
de ironía canchera no logra disimular una misoginia y racismo tales que asombra
su inclusión en la Competencia, incluso en el Festival.
Angela
Schanelec es la nueva realizadora alemana favorita de la crítica y de los festivales.
Su última I Was at Home But… está pasando por los festivales de este año,
es extraño que estuviera incluida en la Competencia y no en la sección Autores.
Un film seco, frío, sobre una mujer y sus hijos, pero también sobre otros
derroteros de la protagonista, con una estructura fragmentaria.
Algo
similar ocurre con Vitalina Varela, un film de Pedro Costa, otro consagrado, que
nuevamente aborda la realidad de los caboverdianos en Lisboa, con una
fotografía extraordinaria de Leonardo Simöes oscura, oscurísima, premiada pero que
no pudo apreciarse en su excelencia en las proyecciones del Auditorium. Los dos
últimos directores ganaron ex aequo el Astor de Plata a la Mejor Dirección.
Las
películas argentinas siempre
constituyen un aspecto preferencial en este Festival, así como en el Bafici, y
este año abundó en mujeres directoras. Angélica, de Delfina Castagnino,
ganó la Competencia Argentina. Un thriller psicológico, retrato en disolución
de una mujer que, tras la muerte de su madre, se refugia en la casa familiar
que ha de ser derribada. Un duelo que corroe, y una demolición que evoluciona
en paralelo con la desintegración de la persona.
Planta
permanente es el primer trabajo
individual de Ezequiel Radusky. Ya en Los dueños había abordado junto a
Agustín Toscano el tema del trabajo, y aquí indaga también en la burocracia.
Liliana Juárez –premiada- y Rosario Bléfari son las actrices ideales para
elaborar esta historia de supervivencia en las oficinas oficiales, con
funcionarios tan retóricos como falsos.
Se
destacó también Los sonámbulos, de Paula Hernández, de próximo estreno, por el
elenco estelar: Marilú Marini (algo desaprovechada), Erica Rivas, Valeria Lois,
Daniel Hendler entre otros. Muy endogámica, todo transcurre en un lugar
cerrado, la quinta familiar donde se reúnen varias generaciones a celebrar el
año nuevo. Amores, iniciaciones, tensiones, rivalidades tienen un desarrollo
narrativo excelente en su primera parte,
para después decaer.
Andrés
Di Tella vuelve a elaborar un film sobre su familia, en este caso, la relación
entre sus padres, en Ficción privada. Denise Groesman (a
quien vi en ¡tres! películas) y Julián Larquier Tellarini leen las cartas que
ambos se escribieron durante los primeros años de su matrimonio, armando un
inteligente juego entre memoria, documental y performance con esos materiales.
En
cambio, no me causó ninguna gracia Por el dinero, la última actividad
lúdica de Alejo Moguillansky, ni me convenció totalmente La muerte no existe y el amor
tampoco, la adaptación de Fernando Salem de la novela Agosto,
obra de la ubicua Romina Paula, sobre el regreso al hogar del pasado, todo un
tema en el cine argentino joven. En Bajo mi piel morena, José Celestino
Campusano sigue indagando en la realidad de personas marginales, en este caso
la vida de mujeres trans y travestis en el conurbano bonaerense. Una película
maniquea, con puesta en escena y diálogos elementales.
El
cuidado de los otros
tiene un protagónico excelente de Sofía Gala, dirigida por Mariano González.
Una situación dramática, derivada de un accidente doméstico, que sabe mantener
la tensión, aunque el guión resulta limitado, con un buen arranque para después
no levantar vuelo.
Hogar es un excelente trabajo de la
italiano-argentina Maura Delpero sobre la vida de las mujeres en un hogar
religioso para madres adolescentes. Una notable primera película de ficción
sobre la maternidad, y los momentos iniciáticos femeninos hacia distintos
destinos. Tuvo Mención del Jurado y Premio Fipresci a la mejor película
argentina del Festival.
En otras secciones, Portrait d’une fille en feu es lo
último de Céline Sciamma, un drama de época, una historia de amor entre
mujeres. La puesta no podría ser más austera, alejada de todo criterio de
qualité. Cuatro personajes, una mansión en el siglo XVIII de la cual sólo vemos
espacios casi vacíos, y la hermosa costa bretona con un mar bravío. Allí llega
una pintora con el encargo de realizar el retrato de la joven noble, que ha de
cautivar a un posible consorte milanés. Lo peculiar es que debe hacerse sin que
la retratada lo note. Entre ambas se entabla una relación al principio ríspida,
que llegará a un climax de pasión.
Una
de las mejores películas del Festival fue Parasite, de Bong Joon-ho. Aunque me
referiré ella próximamante cuando se estrene, vale decir que se trata de una
incisiva radiografía de las clases sociales en Corea del Sur, y en cualquier
otra sociedad capitalista. Entre los consagrados, la segunda parte de Jeanne,
de Bruno Dumont, no me pareció tan buena como la primera, aunque tuvo sus momentos.
Y Family
Romance, de Werner Herzog, una supuesta broma sobre una empresa que
alquila personas, no me causó ninguna gracia.
Del
lado de los documentales casi
no hubo tropiezos. También la selección fue variada, y en este caso
estimulante. Dos películas transcurren en la ex Unión Soviética: Kareila:
Internacional con monumento dirigida por Andrés Duque, el de Oleg
y las raras artes, constituye un retrato de dos caras. Primero, la
presentación de un chamán y su familia de cinco hijos, que viven una existencia
bucólica en un bosque en la república de Karelia en el noroeste de Rusia, donde
tienen sus actividades colectivas, juegos, rituales. Casi un cuadro
etnográfico. Pero sin pausa, se nos muestra que esos mismos terrenos donde una
vida ideal es posile se produjeron exterminios en masa por orden de Stalin: algunos
retratos en los árboles informan que más de diez mil personas fueron ejecutadas
y enterradas en ese bosque en los ’30, y siguen exhumándolos. Escalofriante.
El
otro documental situado en Rusia, Immortal dirigido por Ksenia
Okhapkina, se ubica en zonas árticas, donde antes había campos del Gulag. Con
una fotografía extraordinaria, que trabaja con las sombras de esa zona en
penumbras bajo la nieve durante el invierno, registra la cotidianidad de una escuela
de ballet, donde las niñas cumplen las exigencia de la instructora. En espejo,
un grupo de niños se entrena para la guerra, con el mismo nivel de rigor. Mejor una buena guerra que una mala paz,
reza un graffiti tomado al pasar. El fotógrafo Aleksandr Demyanenko elabora los
claroscuros, alternando ambas escuelas, los trenes y paisajes nevados, en un
ciclo sin fin.
Alain
Cavalier realizó en Être vivant et le savoir un film-ensayo sobre la muerte. Dos
amigas con cáncer, van a morir. Cavalier filma sus últimos días, pero sin poner
el acento en las figuras humanas (una de ellas nunca aparece, la otra
fragmentada) sino en el ambiente que lo rodea, que también se deteriora, suerte
de naturalezas muertas en estado de descomposición.
En
Un
film dramatique, por su parte, Éric Baudelaire pone la cámara durante
cuatro años en un colegio de las afueras de París, donde sus alumnos son los
que filman. No sólo eligen qué filmar sino también sobre qué debatir, y no es
un tema menor el de la nacionalidad, en una sociedad donde hay tantos
inmigrantes y sus descendientes. Un film sobre el pensamiento en el cine, y de
cómo el cine forma mentes y criterios.
Un
documental más flojo resultó Bitter Bread, de Abbas Fahdel, sobre
los campos de refugiados sirios en Líbano, muy lejos de su extraordinaria Homeland
(Iraq Year Zero). Una película con registros de los refugiados que
presenta su dramática situación en los primeros minutos y no hace más que
repetirse.
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