7 de noviembre de 2019

Sol de medianoche


Midsommar
Dirección y guión: Ari Aster
USA-Suecia-Hungría/2019

Josefina Sartora


No es conveniente encasillar esta película en la categoría de género de terror. ¿Qué la define? El terror incluye la intervención de fuerzas oscuras, ocultas, y sobre todo no naturales. Sin embargo, en Midsommar todo está en las manos de los humanos, y tal vez sea precisamente esto lo que la convierta en más siniestra. En las categorías arquetípicas, el terror, lo abyecto está vinculado a lo bajo y lo oscuro. También contradiciendo este arquetipo, en Midsommar siempre hay luz, transcurre en Suecia durante el solsticio de verano, cuando nunca se hace noche cerrada. Allí acuden cuatro estudiantes yanquis, invitados por un compañero miembro de una comunidad hermética, a festejar el solsticio y a observar las normas de vida de esas gentes. Por las características de la festividad, todo apunta a lo alto, al poder del sol, de la luz, de la naturaleza que rige sus actividades, sus siembras y cosechas. A esas fuerzas supuestamente dadoras de vida, creativas, rinde culto esa comunidad, que siempre viste de blanco, aunque sus ritos llegan a extremos nunca imaginados por los cándidos estudiantes que allí llegan. Cultos paganos que evocan los más primitivos, como los de las eleusis en Grecia, o los rituales aztecas en el México prehispánico.

Pero en el principio no había luz. Es invierno en la América Profunda y la protagonista Dani (Florence Pugh) atraviesa una tremenda experiencia de pérdida familiar, apenas aliviada por el débil apoyo y consuelo que encuentra en su tibio, poco empático y elusivo novio Christian (Jack Reynor). Meses más tarde, para aliviarse de esa tragedia, decide acompañarlo a él y sus amigos en ese viaje de estudios a la comunidad Harga, invitados todos por su dulce compañero Pelle, miembro de la misma. No más llegar, consumen hongos alucinógenos, que constituyen el paso del umbral o ingreso a un mundo sorprendente en un ambiente bucólico de paz, amor, familia comunitaria, naturaleza, flores y buenas ondas. Pero la expresiva, elocuente fotografía de Pawel Pogorzelski sugiere que los efectos de lo que allí ingieren son perturbadores, al menos para Dani, desde cuyo punto de vista se observa la realidad.


El viaje iniciático de esos muchachos se produce en medio de una comunidad con rígidos rituales, que habita junto a un bosque donde se dispersan unas construcciones geométricas que sin duda remiten a un simbolismo oculto. Sin embargo, ellos no lo toman como tal, sino que evidencian una absoluta falta de respeto. Ese choque entre la modernidad urbana y la tradición, entre la liviandad y la ceremonia, tendrá sus consecuencias. A medida que la acción progresa vamos entrando en cierto horror psicológico, tras ritos, desapariciones, cadáveres destrozados (en un gore muy burdo) y misteriosas runas.

Ari Aster parece haber llegado para recuperar y reescribir el cine de horror. Su opera prima, El legado del diablo (Hereditary) resultó una experiencia muy perturbadora aun para quienes no somos devotos del género. Pero si en aquella todo era producto de fuerzas mágicas, de almas que volvían de la muerte, con accidentes sobrenaturales, aquí el horror deriva de las acciones de los hombres, vivos en su carne y hueso, y de sus acciones llevadas a la luz del día, donde aparentemente todo está ante los ojos, nada hay oculto. La música, por su parte, tampoco cae en el lugar común de subrayar el suspenso con estridencias sinfónicas, propias del cine de terror clásico (Doctor Sueño, por ejemplo), sino que se mantiene en un registro más sugerente, incluso melódico.


Puede verse el film como la simbólica desintegración de una pareja, que ya desde el principio aparecía apoyada en una base endeble, y se va hundiendo en su destrucción. Pero sobre todo es también una feroz pintura de las sectas aparentemente bondadosas y humanistas, basadas en ondas de paz y amor. La crítica ya ha querido ver el film como una nueva versión de El hombre de mimbre, de Robin Hardy, donde también había rituales sacrificiales, pero de primavera. No diría tanto: como aquella, se inscribe en el subgénero de películas sobre sectas de culto, que viven retiradas de las ciudades, donde rigen sus propias reglas. En este subgénero también se encuentra la argentina La sabiduría, de próximo estreno.


Florence Pough brinda una exquisita performance, con una variedad de registros y expresividad que no necesitan palabras para evidenciar su perturbación ante lo ominoso, su miedo, su dolor por las pérdidas, sus dudas. Y Aster le exige mucho, como a Toni Colette en Hereditary, para exponer a una mujer en crisis. Aster dedica exquisito cuidado en la imagen, la puesta en escena y el virtuosismo visual: las vegetaciones que suben por las piernas de Dani, la coreografía de los miembros de Harga, brillantemente fotografiados por Pogorzelski son de atrevida belleza. El film, por último, es tal vez demasiado solemne, se echa de menos el humor, todo resulta muy serio, y sin un mensaje claro subyacente. Pero de horror se trata.

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