9 de diciembre de 2019

Una obra crepuscular


El irlandés (The Irishman)
Dirección: Martin Scorsese
Guión: Steven Zaillian
Estados Unidos/2019

Josefina Sartora


Inevitable preguntar los motivos reales por los que Martin Scorsese filmó El irlandés. Tal vez la historia de Jimmy Hoffa constituya un mito demasiado fuerte en la historia de los Estados Unidos para permanecer inactivo o indiferente, tal vez sea un bocado servido para ésta, la construcción de una saga de gangsters a la cual Scorsese es devoto. Tal vez. Pero después de Buenos muchachos, después de El lobo de Wall Street, no se comprende la contingencia de un nuevo film sobre los avatares de esos machos tan poderosos como peligrosos ya tan trabajados, personajes arquetípicos del american way of life.

Jimmy Hoffa fue el sindicalista con mayor poder en la historia de la clase obrera americana, dirigente de los camioneros desde 1957 hasta 1971, una suerte de Moyano del desarrollo, quien se ocupó de destacar la imprescindibilidad de sus trabajadores en el modo de vida cotidiano. Con enorme poder humano, y también económico, que manejó a su arbitrio, ganándose sus enemigos entre su propia clase. Para no hablar de los que se ganó en la clase dominante, el clan Kennedy ni más ni menos. Su misteriosa desaparición en 1975, las posteriores declaraciones de Frank Sheeran, su mano derecha y personaje de  tercer orden en la mafia italiana, fueron muy tentadores para Hollywood. Danny De Vito ya lo tuvo como protagonista en su Hoffa (1992), interpretado por Jack Nicholson, y ahora Scorsese indaga en los antecedentes y desencadenamiento de su misterioso final.

Mucho se ha dicho sobre la intervención de Netflix en la producción de El irlandés, pero eso da para comentarios tangentes, y quiero referirme sólo en lo que hace a lo estrictamente cinematográfico, dejando el mercado de lado. Algo es fundamental: el film dura largas tres horas y media, en las cuales vemos el ascenso de Sheeran dentro del aparato de la mafia italiana, que extrañamente permitió el acceso de un no italiano a su red. Y la llave que le abre esas puertas es Russell Bufalino, en la interpretación de Joe Pesci. Russell lo toma bajo su protección, le encarga eliminar a los indeseables, le permite crecer dentro de la organización y económicamente, hasta que lo coloca junto a Hoffa, como su adláter y amigo de confianza. Será el mismo Russell quien complete el ciclo y le ordene matar a su jefe, cuando Hoffa pretenda evadir los controles de la mafia. La historia de este crimen está tomada del libro best seller I Heard You Paint Houses (referencia al asesinato en la jerga mafiosa), de Charles Brandt, que recoge las memorias –¿veraces o apócrifas?- de Sheeran.

Scorsese ha encarado el film como una summa, suerte de culminación de una carrera de 25 películas, elaborada por un hombre que –como sus personajes- también ha recorrido un largo camino y ha llegado a la madurez. Su macrocosmos es el de los Estados Unidos de ese medio siglo, su microcosmos el submundo del crimen organizado que el país procuró mantener bajo control, pero que sin embargo tuvo enorme poder, tanto como para colocar un Kennedy en la presidencia, como es bien sabido. La película constituye la memoria de ese irlandés, quien evoca un pasado personal que se enmarca en la historia del país (el clan Kennedy, la frustrada invasión a Cuba, el movimiento sindical, Nixon, y la música que va cambiando con los años). Una suerte de Veinte años después: qué podría haber sucedido con los Buenos muchachos con el correr del tiempo, o en una vida paralela. Pero esta no es la obra de Alejandro Dumas.

Sus criaturas están encarnadas por actores frecuentes en sus films, aunque nunca los tres juntos: Robert De Niro como Sheeran, Al Pacino como Hoffa, Joe Pesci como Russell. Incluso Harvey Keitel tiene un fugaz secundario. La acción se desarrolla desde los ’50 hasta el 2000, en una serie de avances y retrocesos en el tiempo, de flashbacks y más flashbacks dentro de otros –que se prolongan demasiado, haciendo caer la acción y el relato en un sin fin de episodios reiterativos-, construcciones en abismo que construyen esa magia del tiempo alternado que permite (o caracteriza a) el cine. Para anunciar que no hay sorpresas, empieza con un Frank Sheeran anciano, y los personajes rejuvenecerán y envejecerán alternadamente gracias a la digitalización, el maquillaje y los avances de programas tecnológicos que alteran los rostros. Esto no es ningún triunfo cinematográfico, sino todo lo contrario: esas caras alteradas, plastificadas, todas similares en sus pelucas, en su artificio, no benefician en nada unas actuaciones que, lavadas, hubieran sido estelares. De esta manera artificial, no vemos rostros reales sino máscaras que producen distanciamiento, como si asistiéramos a una tragedia griega. Esa alteración facial tampoco ayuda a comprender en qué momento estamos, entre el ir y venir del tiempo, y esas caras atemporales. Y en esa reconstrucción temporal, los personajes a veces quedan congelados en la acción, mientras una nota en la pantalla anuncia causa y fecha de su próximo asesinato.


A quien dice que esta es la mejor actuación de De Niro, que es la consagración de su carrera, le pregunto: ¿viste Taxi Driver? Esa performance –también bajo la batuta de Scorsese-  fue insuperable, y elimina toda necesidad de buscar mayores reconocimientos. Pero quien captura toda la atención es Joe Pesci en su rol de hombre sabio, consultor y cerebro en las sombras, un ser turbio que si bien mantiene un perfil bajo, toma las decisiones capitales. Cuando él está en el cuadro, no miramos a nadie más. Regreso con un merecido rol estelar de quien ha quedado algo congelado como gangster italiano, pero que sabe sacar partido de ese personaje, que juega a la perfección: más contenido –más viejo- que en el pasado, y con variedad de matices.


Como siempre, el mundo de Scorsese es un mundo de varones blancos, ámbito en el cual las mujeres quedan relegadas a un rol o espacio marginal, o simplemente desaparecen, como la primera esposa de Frank, y en todo caso son reinas en su hogar. Pero en esta ocasión, se atreve a introducir un cambio: su protagonista no es tan indiferente a la opinión femenina, y a su aprobación, encarnada en el personaje de su hija Peggy (Anna Paquin) quien desde niña observa en silencio, con mirada condenatoria, las obvias maniobras non sanctas de su padre. Con unas pocas líneas, Peggy y el silencio femenino se erigen como un elemento primordial, haciendo sentir el desdén de las nuevas generaciones de mujeres por el mundo de esos patriarcas asesinos.

Una historia de ascensos y caídas, amistad, traición y culpa que respira nostalgia y un ambiente de despedida.



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