14 de enero de 2020






Nuestra parte de noche
Buenos Aires, Anagrama, noviembre de 2019
672 páginas




 Magnífica, esta novela de Mariana Enríquez, merecida ganadora del Premio Herralde. Magnífica por lograr sus ambiciones: presentar en una historia personal y familiar, fantástica, siniestra, en los años de la dictadura, por recrear en la selva misionera el imaginario gótico-esotérico de la tradición literaria inglesa. Magnífica por presentar en medio de todo el horror de una novela gore el valor de la amistad, de los lazos familiares, a pesar de (atravesados por) el horror.

Muy à la page, muy al correr de las narrativas actuales, esta magna novela coral (más de 600 páginas) presenta una historia a través de distintos puntos de vista, que transcurre en distintas épocas, y en diversos lugares de Argentina y en Londres. En su primera sección –la más tremenda, la más lograda, la más sugestiva- presenta la historia de Juan, un médium captado por una secta esotérica (la Orden, menudo título) que en la mansión de un feudo en la selva misionera tiene su espacio de Poder, donde Juan puede transportarlos a otra dimensión, en la cual los iniciados –todos miembros de la más alta burguesía argentina- ambicionan acceder a la vida eterna. No a la burda inmortalidad de un cuerpo, sino a través de la transmigración de un alma a otro cuerpo más joven. En un plano más terrenal, los terratenientes líderes (las líderes) de la secta comparten los métodos represivos de la dictadura, entonces en el poder.

En esta primera parte, Enríquez se interna en las profundidades de lo oscuro, un mundo en el que ya se había abismado en sus cuentos. Los líderes de la secta practican una crueldad y perversión totales, consideradas una marca de clase. La matriarca, por ejemplo, utiliza niños secuestrados y apropiados para sus experimentos, para sus intentos de acceder a otra dimensión, a quienes tortura hasta la muerte. No es aleatorio que la Orden esté dominada por la Oscuridad, y más en sentido literal que metafórico: cuando el médium la convoca y ella se hace presente, la Oscuridad literalmente devora a quien se le acerque. Juan, el médium, trata de escapar de ese sometimiento, y salvar a su hijo Gaspar, quien desde niño da muestras de tener similares poderes mediúmnicos, posible continuador del linaje.

A través de una oscura geografía de selvas, pueblos y rutas, se desarrolla el derrotero de esta pareja de padre e hijo niño, que experimentan visiones, rituales y ceremonias, sacrificios humanos, laceraciones. Siempre la información es parcial, el lector sabe que debe ser paciente para completar el cuadro (si acaso alguna vez este se completa).

Inglaterra vuelve recurrentemente en la novela, a través de su literatura, o de sus personajes: la directora de la Orden es una inglesa que acude a Misiones porque allí reside el Lugar de Poder: los ingleses siempre imponiendo sus órdenes en los
asuntos locales.

La realidad de la novela transita un laberinto de espacios en distintas dimensiones, una más concreta y banal y el Otro Lado: puertas que abren el pasaje a otros ámbitos de Poder, de bosques de huesos, de casas misteriosamente (des)habitadas, casas mutantes, selvas de manos y de cadáveres colgando que evocan el Tarot. Un espejo monstruoso de otra realidad no menos brutal: la dictadura, que ha permitido a la Orden ejercer su poder. Sin embargo, mientras ese orden político languidece, en la mansión de Misiones las operaciones, los ceremoniales siguen siendo intocables. Lo que resulta imposible es sustraerse a los lazos de la sangre. En cierta medida, esta novela es también una reflexión sobre lo familiar, sobre las marcas de la sangre, del linaje.

La primera parte fechada en 1981 en Misiones y narrada según el punto de vista de Juan se complementa con la tercera, en 1986 y en Buenos Aires, que asume el punto de vista del niño, Gaspar.  Entonces la historia toma otra forma, y es magistral cómo está presentado el mundo infantil, preadolescente, con sus creencias, fantasías y habla peculiar. La vida de Gaspar no es fácil sino torturada, con un padre misterioso, que lo lacera con el fin de protegerlo, sin que el chico comprenda sus razones, ni en qué reside el mal que lo acecha. Un padre enfermo, con un corazón débil y el pecho marcado por sucesivas operaciones, cuyo cuerpo bello y enorme, imponente, va deteriorándose paulatinamente a medida que va adentrándose en ese mundo oscuro y demandante. Porque los cuerpos pasan a primer plano en esta novela: cuerpos que transportan energías, que se desgarran, que son tomados por otras entidades, que sufren, se enferman, padecen terribles migrañas, mueren de sida o se desgastan por el trabajo esotérico. Manos y brazos cercenados, torsos tajeados, ojos vaciados, dientes que se afilan para desgarrar, y siempre huesos humanos, que no sólo toman presencia en los trances fantasmáticos, sino que son extraídos, analizados, por quienes investigan el horror de las masacres operadas por los militares.

La narración retrocede en la cronología para dar a conocer la historia de Rosario, la madre del niño y miembro de esa familia que además del poder económico ejerce el poder en esas ceremonias secretas. También es víctima de la brutalidad de su madre, la matriarca harpía. Motivada por su interés en las tradiciones y etnografía guaraníes,  y gracias a su enorme fortuna, Rosario estudió antropología en Cambridge y en el Instituto Warburg, y vivió en el swinging London de los sesenta. Este segmento es quizás el menos genial, precisamente cuando deviene muy anticlimático, suerte de catálogo de la vida en la que era entonces el ombligo del mundo: su música, su moda, sus personajes, sus bares, las drogas. A tono con la época, los miembros de esa secta asumen la figura del andrógino mágico, con una  sexualidad libre y abierta a ambos sexos, para los rituales y para la vida. Pero aun sosteniendo esa vida frívola, tampoco podrán escapar del poder de la Oscuridad.

El final transcurre con el fin de siglo, y las circunstancias de Gaspar y sus amigos corren paralelas a la historia del país, como el resto de la novela. Una historia también oscura, con persecuciones, protestas ineficaces, a la sombra de los años de terror. Porque lo político no cesa de atravesar la historia personal, con la represión y el exilio, y las consecuencias aún vigentes de la dictadura. En ese contexto histórico y político, además de la marca del linaje perdura incólume una historia de amistad de esos niños, devenidos adultos.

La novela presenta además ciertos guiños: la mención a Cristino Escobar como director del Museo del Barro en Asunción en 1979, cuyo director actual es Ticio Escobar; a Ursula Le Guin y su La mano izquierda de la oscuridad; la presencia de la poesía inglesa, que deja huellas indelebles en la historia: Keats, Blake, Yeats, Eliot… incluso el título proviene de un texto de Emily Dickinson: Our share of night to bear o Sobrellevar nuestra parte de noche, tal la tarea de Juan y Gaspar.

Si Nuestra parte de noche carece del vuelo lírico de algunas literaturas góticas, no obstante posee una narrativa extraordinaria. La pluma de Enríquez es clara precisa, incisiva, y extremadamente visual. Sus mundos resultan fascinantes, y el hilo de la narración se interna por esos laberintos del horror con una magia que transforma en liviana la lectura de esa realidad densa y por momentos abrumadora. La novela revela además una profunda investigación (¿una pasión quizá?) sobre temas esotéricos, los cabalistas ingleses y también los mitos populares de la Mesopotamia argentina, sabia, magníficamente reelaborados por Mariana Enríquez.

Viva la perturbadora desmesura.

Josefina Sartora

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