Nuestra parte de noche
Buenos Aires, Anagrama, noviembre de 2019
672 páginas
Magnífica, esta novela de Mariana
Enríquez, merecida ganadora del Premio Herralde. Magnífica por lograr sus
ambiciones: presentar en una historia personal y familiar, fantástica,
siniestra, en los años de la dictadura, por recrear en la selva misionera el
imaginario gótico-esotérico de la tradición literaria inglesa. Magnífica por
presentar en medio de todo el horror de una novela gore el valor de la amistad, de los lazos familiares, a pesar de
(atravesados por) el horror.
Muy à
la page, muy al correr de las narrativas actuales, esta magna novela coral (más
de 600 páginas) presenta una historia a través de distintos puntos de vista,
que transcurre en distintas épocas, y en diversos lugares de Argentina y en
Londres. En su primera sección –la más tremenda, la más lograda, la más
sugestiva- presenta la historia de Juan, un médium captado por una secta
esotérica (la Orden, menudo título) que en la mansión de un feudo en la selva
misionera tiene su espacio de Poder, donde Juan puede transportarlos a otra
dimensión, en la cual los iniciados –todos miembros de la más alta burguesía
argentina- ambicionan acceder a la vida eterna. No a la burda inmortalidad de
un cuerpo, sino a través de la transmigración de un alma a otro cuerpo más
joven. En un plano más terrenal, los terratenientes líderes (las líderes) de la
secta comparten los métodos represivos de la dictadura, entonces en el poder.
En esta primera parte, Enríquez se
interna en las profundidades de lo oscuro, un mundo en el que ya se había abismado
en sus cuentos. Los líderes de la secta practican una crueldad y perversión
totales, consideradas una marca de clase. La matriarca, por ejemplo, utiliza
niños secuestrados y apropiados para sus experimentos, para sus intentos de
acceder a otra dimensión, a quienes tortura hasta la muerte. No es aleatorio
que la Orden esté dominada por la Oscuridad, y más en sentido literal que
metafórico: cuando el médium la convoca y ella se hace presente, la Oscuridad literalmente
devora a quien se le acerque. Juan, el médium, trata de escapar de ese
sometimiento, y salvar a su hijo Gaspar, quien desde niño da muestras de tener similares
poderes mediúmnicos, posible continuador del linaje.
A través de una oscura geografía de
selvas, pueblos y rutas, se desarrolla el derrotero de esta pareja de padre e
hijo niño, que experimentan visiones, rituales y ceremonias, sacrificios
humanos, laceraciones. Siempre la información es parcial, el lector sabe que
debe ser paciente para completar el cuadro (si acaso alguna vez este se
completa).
Inglaterra vuelve recurrentemente en la
novela, a través de su literatura, o de sus personajes: la directora de la
Orden es una inglesa que acude a Misiones porque allí reside el Lugar de Poder:
los ingleses siempre imponiendo sus órdenes en los
asuntos locales.
La realidad de la novela transita un
laberinto de espacios en distintas dimensiones, una más concreta y banal y el
Otro Lado: puertas que abren el pasaje a otros ámbitos de Poder, de bosques de
huesos, de casas misteriosamente (des)habitadas, casas mutantes, selvas de manos
y de cadáveres colgando que evocan el Tarot. Un espejo monstruoso de otra
realidad no menos brutal: la dictadura, que ha permitido a la Orden ejercer su
poder. Sin embargo, mientras ese orden político languidece, en la mansión de
Misiones las operaciones, los ceremoniales siguen siendo intocables. Lo que resulta
imposible es sustraerse a los lazos de la sangre. En cierta medida, esta novela
es también una reflexión sobre lo familiar, sobre las marcas de la sangre, del
linaje.
La primera parte fechada en 1981 en
Misiones y narrada según el punto de vista de Juan se complementa con la
tercera, en 1986 y en Buenos Aires, que asume el punto de vista del niño,
Gaspar. Entonces la historia toma otra
forma, y es magistral cómo está presentado el mundo infantil, preadolescente,
con sus creencias, fantasías y habla peculiar. La vida de Gaspar no es fácil
sino torturada, con un padre misterioso, que lo lacera con el fin de
protegerlo, sin que el chico comprenda sus razones, ni en qué reside el mal que
lo acecha. Un padre enfermo, con un corazón débil y el pecho marcado por
sucesivas operaciones, cuyo cuerpo bello y enorme, imponente, va deteriorándose
paulatinamente a medida que va adentrándose en ese mundo oscuro y demandante.
Porque los cuerpos pasan a primer plano en esta novela: cuerpos que transportan
energías, que se desgarran, que son tomados por otras entidades, que sufren, se
enferman, padecen terribles migrañas, mueren de sida o se desgastan por el
trabajo esotérico. Manos y brazos cercenados, torsos tajeados, ojos vaciados,
dientes que se afilan para desgarrar, y siempre huesos humanos, que no sólo
toman presencia en los trances fantasmáticos, sino que son extraídos,
analizados, por quienes investigan el horror de las masacres operadas por los
militares.
La narración retrocede en la cronología para
dar a conocer la historia de Rosario, la madre del niño y miembro de esa
familia que además del poder económico ejerce el poder en esas ceremonias
secretas. También es víctima de la brutalidad de su madre, la matriarca harpía.
Motivada por su interés en las tradiciones y etnografía guaraníes, y gracias a su enorme fortuna, Rosario
estudió antropología en Cambridge y en el Instituto Warburg, y vivió en el swinging London de los sesenta. Este segmento es quizás el menos genial, precisamente
cuando deviene muy anticlimático, suerte de catálogo de la vida en la que era
entonces el ombligo del mundo: su música, su moda, sus personajes, sus bares,
las drogas. A tono con la época, los miembros de esa secta asumen la figura del
andrógino mágico, con una sexualidad
libre y abierta a ambos sexos, para los rituales y para la vida. Pero aun
sosteniendo esa vida frívola, tampoco podrán escapar del poder de la Oscuridad.
El final transcurre con el fin de siglo,
y las circunstancias de Gaspar y sus amigos corren paralelas a la historia del
país, como el resto de la novela. Una historia también oscura, con persecuciones,
protestas ineficaces, a la sombra de los años de terror. Porque lo político no
cesa de atravesar la historia personal, con la represión y el exilio, y las
consecuencias aún vigentes de la dictadura. En ese contexto histórico y
político, además de la marca del linaje perdura incólume una historia de
amistad de esos niños, devenidos adultos.
La novela presenta además ciertos guiños:
la mención a Cristino Escobar como director del Museo del Barro en Asunción en
1979, cuyo director actual es Ticio Escobar; a Ursula Le Guin y su La mano izquierda de la oscuridad; la
presencia de la poesía inglesa, que deja huellas indelebles en la historia:
Keats, Blake, Yeats, Eliot… incluso el título proviene de un texto de Emily
Dickinson: Our share of night to bear
o Sobrellevar nuestra parte de noche,
tal la tarea de Juan y Gaspar.
Si Nuestra
parte de noche carece del vuelo lírico de algunas literaturas góticas, no
obstante posee una narrativa extraordinaria. La pluma de Enríquez es clara
precisa, incisiva, y extremadamente visual. Sus mundos resultan fascinantes, y
el hilo de la narración se interna por esos laberintos del horror con una magia
que transforma en liviana la lectura de esa realidad densa y por momentos
abrumadora. La novela revela además una profunda investigación (¿una pasión
quizá?) sobre temas esotéricos, los cabalistas ingleses y también los mitos
populares de la Mesopotamia argentina, sabia, magníficamente reelaborados por
Mariana Enríquez.
Viva la perturbadora desmesura.
Josefina Sartora
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