16 de mayo de 2020

Cuando la historia miente

Trotsky
Dirección: Aleksandr Kott y Konstantin Statskii
Guión: Oleg Malovichko
Rusia/2017


Por fin, en cuarentena, he visto la serie Trotsky en Netflix. Me había resistido a verla, por los comentarios en contra que había recogido. Pero estos son tiempos para enfrentar temas postergados, negados, tiempos en que lo reprimido regresa. La vi. En verdad, la serie es muy mala, nefasta, han dicho algunos. Mala desde lo cinematográfico, mala desde lo actoral, mala desde lo ideológico.

Estuve en Rusia en septiembre de 2017. No cesaba de asombrarme la ausencia total de cualquier mención, recuerdo o conmemoración de la revolución bolchevique de octubre de 1917. En cualquiera, en ninguno de todos los ámbitos a los que podía llegar como turista ocasional. El gobierno no quería saber nada con la historia, con el pasado de Rusia. La gran pregunta sin respuesta sobre Rusia que me acuciaba todo el tiempo era –y sigue siendo- ¿cómo un movimiento que cambió radicalmente el país más grande del mundo, y que alteró al mundo entero, acabó en nada?

Tal vez como una manera (perversa) de recordar ese acontecimiento, la televisión oficial rusa realizó la serie Trotsky. Rusia ha atravesado varias etapas en su historia, que han tratado de alterar la historia, o la visión de la historia, que ha ido mutando según la mirada de Stalin, de Brezhnev, de Putin. Este último ha sido quien impulsó la serie de marras, como una suerte de revisionismo histórico que pretende llegar a las masas, no sólo de Rusia sino del mundo global gracias a su acuerdo con la plataforma Netflix. (No puedo dejar de preguntarme ¿qué clase de acuerdo fue este?) Putin no quiere dejar ídolo con cabeza, exhibe una historia de la revolución cuyo objetivo es derribar cada uno de sus íconos. Y para ello ha producido una serie que cuenta con una superproducción propia de los tanques de Hollywood, nada tiene que envidiarles. Con una puesta en escena que cuida cada uno de los detalles de tiempo y lugar, con una dirección de arte que parece de Disney, desarrolla la historia personal de Trotsky y con él, la de la revolución soviética, con una visión muy peculiar, mentirosa e infame, digámoslo, sí.

Todo empieza por el fin: 1940, Lev Davidovich Bronstein posteriormente llamado Trotsky (tomó el nombre de quien lo había encarcelado en sus años de juventud rebelde) está en México, en el exilio, y hasta él llega Frank Jackson, de quien siempre sabemos que es Ramón Mercader, un infiltrado llevado allí por orden de Stalin para eliminar a Trotsky. El punto de partida ya es fallido, y esta falla contamina todo lo que ha de venir después: en la serie, Jacson es un periodista que entrevista a Trotsky sobre su pasado, todo lo cual no sucedió en la realidad. En cada una de esas entrevistas ficcionales –e inverosímiles: ¡Trotsky confesándose ante quien sabe un enviado de Stalin!- se aborda un época del pasado, una fase de su evolución y la de su país. Los encuentros comienzan después del atentado que planeó Siqueiros con un grupo de mexicanos stalinistas como él, y terminan con el asesinato de Trotsky, en la escena más lamentable de los ocho capítulos.


El actor Konstantin Khabenskiy como Trotsky nunca logra salir de un personaje rígido, híper maquillado, con una peluca imposible, caricaturesco. Me pregunto en qué medida esta caracterización es intencional, fraguada para ridiculizar más aun a un personaje que no encuentra justificativos para su accionar despótico y cruel, sin contemplaciones. Khabenskiy ha declarado que no tenía empatía con su personaje, y esto se nota: no parece incorporar la complejidad de una persona que ha despertado tantas controversias. En ningún momento nos identificamos con él, ni siquiera nos permite comprender o compartir sus motivaciones. Pretende no arrepentirse de nada, pero vive acosado por los fantasmas de su pasado, por sus víctimas, por sus actos más violentos. Por lo menos, la serie le reconoce haber encabezado el movimiento de octubre, dato negado por el cine que se filmó bajo el poder de Stalin. Evgeny Stychkin encarna a un Lenin sediento de poder y control totales, errático, endeble, muy lejos de la figura inteligente y titánica que ha legado la historia de la revolución. El trío se completa –y se supera- con Orkhan Abulov como un Stalin de pacotilla, más cercano a la imagen del matón que al del llamado padre de la Patria que venció a los nazis. Todas sus apariciones, sus diálogos, son propios de un cómic. Las tres personalidades son cuadradas, rígidas, sin evolución, fijos del principio al fin. Y Maksim Matveev también debe lidiar con su peluca debajo de la cual muestra un Mercader dubitativo, en crisis, quien aunque lo niegue está cayendo bajo la influencia de su víctima. En suma: la dirección de actores y la concepción de las personalidades es pésima, no podría ser peor. El pueblo, los soviets, ausentes sin aviso.

¿Hubo un encuentro entre Freud y Trotsky? Ninguna historia lo registra, y para colmo el que se ficcionaliza aquí es burdo e irrespetuoso hacia los dos interlocutores. El otro personaje siempre presente es el tren rojo, con el cual Trotsky combatió en la guerra civil, recorriendo el país después de haber creado el Ejército Rojo. Un tren de Disneylandia, un tren de superhéroes, que atraviesa el país con una velocidad y fuerza implacables, como su pasajero principal. La serie tampoco deja de practicar gestos antisemitas hacia la figura de Trotsky y ante todo judío que aparezca en la misma.

Mención aparte merece el personaje de Frida Khalo: si bien su imagen imita toda la iconología que se ha producido en los últimos años haciéndola popular, en la serie es una suerte de ninfómana, el sexo supera su ideología, y sirve para poner el acento en la promiscuidad y lascivia de todos y cada uno de los personajes. Por supuesto Frida habla ruso, pero este detalle también replica la misma convención que usa Hollywood, cuyos personajes siempre hablan inglés, aunque sean croatas, o argentinos.

Evidentemente, la revolución de 1917 sigue preocupando al régimen que hoy gobierna Rusia. Ha montado una superproducción con un cuidado en los efectos, en los escenarios –México siempre en colores cálidos, Rusia en colores fríos-, en el vestuario –¡Trotsky con un uniforme de cuero propio de un SM!-, con una imagen muy trabajada, para disfrazar una falsedad tras otra. ¿O Putin quiere decirnos que para gobernar es necesario el poder absoluto y la sangre?

Trotsky no ha tenido suerte en la pantalla. Volví a ver El asesinato de Trotsky, la errática película de Joseph Losey (1972) en la que, si bien hay respeto por la veracidad histórica y por los personajes, con un elenco de luminarias –no muy eficaces- encabezado por Richard Burton,  artísticamente no es un gran trabajo de Losey, quien tiene otras películas mucho mejores. Trotsky deberá seguir esperando que se le haga justicia.

Josefina Sartora



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